Uno de los más respetados historiadores alemanes, Emil Ludwig, recuerda en su obra “Napoleón” que el militar y político francés, -un día después del golpe de Brumario- había exclamado ante sus partidarios que temía más a una gaceta que a un ejército, dando a entender que fue el primer gobernante que utilizó en su provecho la fuerza de la prensa, procurando transformarla en aliada de su opresión, llegando a limitar los diarios y a señalar cuáles debían ser las materias de sus editoriales y noticias, a su solo y exclusivo arbitrio.
No fue ciertamente el último tirano que actuó de ese modo. Nuestra propia historia nos enseña, por lo demás, que los gobernantes autoritarios siempre procuran limitar la libertad de expresión. En Chile ha habido momentos en que la libertad de expresión ha sido constreñida y limitada, la última vez durante la dictadura de Pinochet, pero en la perspectiva de tres siglos esas periodos oscuros son minoría ante manifestaciones notables en nuestra historia republicana, desde que circuló el primer ejemplar de la Aurora de Chile, un 13 de febrero de 1812.
La plena vigencia y respeto de esta libertad, sin embargo, no es una cuestión dada, sino el fruto de un esfuerzo permanente por detectar los elementos que puedan obstaculizar su ejercicio, y reaccionar ante eventuales amenazas desde el poder político y económico por silenciar al mensajero. Para un político o un empresario torcido -que como hemos visto los hay en todos los niveles, también el local, poder controlar a los medios de comunicación supone, además, estar en condiciones de dirigir en su favor la discusión política e influenciar a los votantes en tiempo de elecciones, razón por la cual –como bien expresó Ricardo Salas, fundador del Diario Ilustrado- “no puede haber sufragio consciente sin prensa libre”.
Y es efectivamente así. Sin prensa libre e independiente no sólo peligra la información veraz, sino que el debate democrático queda enseguida empobrecido. Por todo esto, la libertad de prensa es absolutamente indispensable en las democracias reales. Porque es a través de ella que la ciudadanía puede ver y oír para poder fiscalizar la acción de gobierno; denunciar y prevenir la corrupción, y asumir el imprescindible rol de centinela de sus propias libertades.
La libertad de prensa ampara a todo el conjunto de operaciones indispensables para el funcionamiento y la gestación de los diarios y revistas. Desde la preparación de sus contenidos y su libre selección hasta la búsqueda de la información, la redacción, hasta la circulación, ya sea por redes físicas o digitales.
En Chile, esta libertad ha crecido de modo más o menos sano en los últimos 30 años, lo que no puede decirse de varios de nuestros vecinos, sin embargo, el contraste con esas realidades nos impone el deber de asimilar las lecciones de esas experiencias, e incorporarlas al debate constituyente que se aproxima. Hay algunas que resultan muy valiosas de observar, como la uruguaya y en menor medida la argentina, pero otras fueron derechamente un desastre, como la ecuatoriana o venezolana.
Siguiendo el buen precedente de la tradición democrática occidental, una nueva carta fundamental debería -como un piso mínimo- asegurar a todas las personas el derecho a acceder y recibir información veraz y emitir opiniones, sin censura previa; como también el derecho de fundar, editar y mantener medios de comunicación, sin intervenciones de ningún tipo en su autonomía ni en su libertad editorial.
La nueva Constitución debe conferirle a la libertad de prensa una posición de privilegio, pues solo una prensa libre puede asegurar que la ciudadanía acceda a la información que necesita para ser y sentirse soberana. Por el contrario, cuando la prensa se debilita, la calidad de la democracia también se deteriora, igual que el pluralismo y el sano ejercicio de la discusión civilizada de ideas.