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Legislar es tan difícil como gobernar

Resulta clave legislar con visión de largo plazo. Es perjudicial presentar proyectos de ley inmediatamente después de que ocurre algún episodio que genera atención pública. Actuar impulsivamente impide dimensionar los sucesos sin prejuicios y con visión de futuro. La nueva legislación debe ser pensada con un horizonte de largo plazo. Para esto, debe estar dotada de la necesaria flexibilidad, que le permita ir adaptándose a las nuevas situaciones y realidades, sin tener que modificarse a cada rato.

León Tolstoi dijo que es más fácil hacer leyes que gobernar. Puede haber tenido razón, pero la verdad es que hacer buenas leyes puede resultar muy difícil. El gobierno que tiene una ambiciosa agenda legislativa debiera considerar al menos cuatro principios: participación, costo-beneficio, realismo y largo plazo.

Antes de la aprobación de una ley debiera darse una instancia de participación más sistematizada e inclusiva que la actual, para que todos los interesados en la materia puedan formular sus observaciones y sugerencias en igualdad de condiciones. Además de otorgar mayor legitimidad a la legislación, este mecanismo permite considerar distintas visiones y puntos de vista, así como prevenir a tiempo posibles errores. El ideal es que esta instancia se dé antes del inicio de la tramitación legislativa. En esta etapa de participación, y también en las siguientes, es necesario que ambos poderes actúen con la necesaria coordinación, lo que no ha sido siempre la regla general.

El análisis costo-beneficio de una iniciativa debiera ser el punto de partida para todo proyecto de ley, aunque éste no implique gasto fiscal. Demás está decir que este examen no se reduce sólo al impacto económico de las regulaciones. Este análisis se puede hacer de mejor manera cuando se lleva a cabo un proceso de participación como el señalado. En esta interacción quedará de manifiesto si una norma que beneficiaría a un sector determinado podría perjudicar a otros o causar efectos secundarios en ámbitos diversos. También podrá ponderarse de mejor forma, e incluso cuantificadamente, qué tan beneficiosa resultará una ley para unos versus los costos que significará para otros y, en definitiva, si será óptima o no socialmente. En la actualidad existe un exceso de iniciativas que buscan mejorar, muy loablemente, la situación de ciertos grupos, pero que no se preocupan de al menos identificar a los posibles perjudicados.

El tercer principio nos dice que la ley debe tener asidero en la realidad y en el sentido común. Se debe evitar el idealismo legislativo de pensar que las leyes pueden solucionar todos los problemas de la sociedad o suprimir todas las desigualdades entre los ciudadanos. Consagrar derechos que después no podrán ser garantizados genera falsas expectativas y luego frustraciones. Soluciones utópicas sencillamente no se podrán implementar aunque así lo prescriba una ley. La aplicación real y efectiva de la legislación debe ser objetivo principal de los legisladores y no ser considerado como “un problema de otros”.

Finalmente, resulta clave legislar con visión de largo plazo. Es perjudicial presentar proyectos de ley inmediatamente después de que ocurre algún episodio que genera atención pública. Actuar impulsivamente impide dimensionar los sucesos sin prejuicios y con visión de futuro. La nueva legislación debe ser pensada con un horizonte de largo plazo. Para esto, debe estar dotada de la necesaria flexibilidad, que le permita ir adaptándose a las nuevas situaciones y realidades, sin tener que modificarse a cada rato.

Los principios de participación, costo-beneficio, realismo y largo plazo parecen muy obvios, pero muchas veces lo más fácil de decir resulta ser lo más difícil de hacer. Después de todo, hacer buenas leyes puede ser tan difícil como gobernar.

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