Señor Director:
En este pequeño jardín de picaflores y jilgueros, entre lirios del valle y jaspeadas rosas que surgen del suelo recién regado cobijándose bajo la sombra fresca del nogal y su imagen de tótem, surge un rayo de luz que atraviesa refulgente y cae sobre las páginas de este libro que leo con atención de miope, “La Tragedia Educativa” del médico argentino especialista en neurobiología Guillermo Jaim Etcheverry, es una “invitación a una aventura compartida” como el propio autor señala, pues la tarea de padres y educadores es hacernos responsables de esos niños que son, como señala Neil Postman “los mensajes vivientes que enviamos a un tiempo que no hemos de ver”.
Bien, entonces, cómo responde la escuela hoy a la conclusión dramática de hace dos lustros de la CEPAL “los alumnos no saben que no saben” o peor aún la contradicción de los jóvenes de tener grandes expectativas con conocimientos insuficientes, o la sentencia del ya señalado Postman “se están entreteniendo hasta morir a causa de vivir en la sociedad del espectáculo”. Claro, los docentes transformados en simples “facilitadores” sobrepasados por el escándalo de alumnos, hijos de padres que parecieran sentirse orgullosos de que sus hijos resulten insoportables.
En fin, la sociedad del menor esfuerzo, contracultural con aspiraciones artificiosas de libertad ilimitada como si no supiéramos que ningún ignorante llega a ser finalmente libre. Pero en fin, al menos aquí puedo citar a Shakespeare “hay algunos que se enamoran de una sombra y sólo obtienen la sombra de una dicha” o la petición del doctor Breuer al profesor Nietzsche en la novela de Irvin Yalom (El día que Nietzsche lloró) “yo no pido que me enseñe, sino que me cure”; tal vez esa la misión de los nuevos maestros de las verdades amargas. En fin, me retiro, creo que es tarde, porque los pájaros retornan a sus nidos y no deseo interferir sus gorjeos felices con mi llanto.
Miguel Gaete de la Fuente
