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No hay que perder el tiempo en discutir las culpas de nuestros ancestros, pero el hecho está ahí, innegable: Chile es un país concentrado y, lo que es peor, con una hasta ahora irreversible tendencia a seguir concentrando poder político, convirtiendo a la regionalización y a su inspiración de sana descentralización, en una mera retórica.
Un sistema que en su madurez ha consolidado grupos de interés predominantes que han bloqueado todo intento de reforma dirigida a quitarle poder al centro y transferirlo a las regiones. En consecuencia, no debe extrañar la carencia de un modelo consensuado de descentralización a nivel de las cúpulas políticas y menos que muestren interés en resolver el tema.
El diagnóstico no es nuevo, con mayor o menor brillantez lo han señalado valiosas voces intelectuales y políticas a lo largo de décadas. Sucesivos gobierno, los últimos 40 años, también lo han dicho y mucho más los gobernantes, sobre todo cuando son candidatos y buscan captar votos, no obstante siempre terminan sucumbiendo a la tentación de ejercer el poder centralizadamente.
Es lo que ocurre con la propuesta del actual Gobierno -en el marco de la discusión de la ley que crea el Ministerio de Seguridad Pública-, de dotar a la cartera de Interior de “superpoderes” políticos en regiones. La idea, esbozada por la ministra del Interior, Carolina Tohá, durante su exposición ante la comisión de Seguridad del Senado, sería darles más poder a los actuales delegados presidenciales regionales, como una forma de contrarrestar las facultades que el nuevo ministerio de Seguridad “les quitará”.
Esta propuesta ha recibido críticas de distintos sectores, y no solo porque va en dirección contraria a la evidencia internacional, que demuestra que el desarrollo de un país está muy ligado a la descentralización territorial, sino porque el propio presidente Boric, cuando era candidato, prometió eliminar la figura del delegado presidencial para fortalecer a los gobernadores regionales que son electos por la ciudadanía.
Evidentemente, “otra cosa es con guitarra”, como se suele decir. El pragmatismo político puede llegar a justificar cambios de opinión en algunas materias o motivar un giro en los enfoques, pero nunca debería servir de excusa para sepultar los compromisos programáticos, y menos uno tan explícito como éste: “terminar con la figura de los delegados presidenciales y transferir sus facultades a los gobernadores regionales”.
Chile es uno de los países más centralizados de América Latina y del mundo, según consta en sucesivos estudios de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Resulta evidente que aquella matriz ya no resiste más, aunque romperla no es nada fácil. Por algo, después de 50 años seguimos escuchando promesas de autonomía regional, y constatando la inexorable fuerza centrípeta que atrapa a políticos de todos los colores y hace de la descentralización una mera retórica que solo ha cosechado sus propios defectos y desengaños.