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La rapidez de la democracia

La segunda vuelta presidencial no solo cerró un ciclo político particularmente extenso para Chile. Cerró, también, una etapa que volvió a poner en valor uno de los activos institucionales más sólidos del país: su sistema electoral. En apenas una hora desde el cierre de las mesas, el Servicio Electoral (Servel) ya entregaba tendencias claras e irreversibles. En poco más de una hora y media, el resultado estaba prácticamente definido. En tiempos de sospechas, polarización y desinformación global, ese dato no es menor: es una señal potente de salud republicana.

La velocidad con la que Chile conoce los resultados no es producto de improvisación ni de “magia tecnológica”, sino de un diseño institucional probado, donde conviven procedimientos manuales, escrutinio público y transmisión digital de datos. Cada voto se cuenta a la vista de apoderados y ciudadanos, en mesas donde cualquier persona puede observar el proceso. Luego, esos resultados se informan y se consolidan con rapidez, sin sacrificar transparencia. Esa combinación —tecnología híbrida, control ciudadano y reglas claras— explica por qué el sistema chileno es hoy uno de los más rápidos y confiables del mundo, especialmente en comparación con otros países de la región, donde los conteos suelen extenderse por días y abrir espacios a la desconfianza.

Este rasgo no es nuevo. Forma parte de un largo historial republicano que ha sobrevivido a crisis políticas, cambios constitucionales y ciclos electorales particularmente intensos. De hecho, la elección recién vivida marcó el cierre de un período excepcional: desde 2020, Chile enfrentó 16 eventos electorales a nivel nacional, sin un solo año de pausa. Plebiscitos, presidenciales, elecciones regionales, municipales y constituyentes pusieron a prueba tanto a las instituciones como a la ciudadanía.

En Ñuble, ese esfuerzo se vivió con especial intensidad. La región acumuló 15 procesos electorales en ese lapso, con una carga operativa enorme para juntas electorales, delegados, vocales de mesa, fuerzas de orden y funcionarios públicos. Sin embargo, la segunda vuelta presidencial se desarrolló con orden y normalidad. Las mesas se instalaron con rapidez —a las 9.40 de la mañana ya estaban todas operativas— y la participación alcanzó un 89,34%, una cifra que habla de compromiso cívico incluso al final de un ciclo agotador.

La pronta entrega de resultados tuvo un efecto inmediato: tranquilidad. Los candidatos reconocieron tempranamente los resultados, no hubo espacios para la incertidumbre ni para teorías conspirativas, y la ciudadanía pudo cerrar la jornada con certezas. Esa confianza no se construye en una noche electoral, sino a lo largo de años de procedimientos consistentes y creíbles.

En palabras del propio Servel en Ñuble, “la sociedad chilena puede sentirse orgullosa” de su órgano electoral. Y no es una frase retórica. En un continente donde la legitimidad de los procesos electorales suele estar en disputa, Chile sigue mostrando que la democracia también se defiende con eficiencia, transparencia y reglas que todos conocen.

El desafío hacia adelante no es menor: mantener y fortalecer este estándar, mejorar la formación ciudadana, actualizar registros y acercar aún más el sistema a las comunidades. Pero si algo dejó claro esta segunda vuelta es que, cuando las instituciones funcionan, la democracia no solo se ejerce: también se respeta

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