Después de entregarle el Gobierno a la nueva generación de izquierda, ser minoría en la Convención Constitucional y debutar en el Congreso con un quiebre por la secreta negociación de la UDI y Evópoli con el PS para que Álvaro Elizalde presidiera el Senado, ¿es este el peor momento de la derecha chilena?
Las respuestas parecen estar divididas y muy parecido con lo que le ocurrió a la Nueva Mayoría en 2018, hay visiones autoflagelantes y crispadas que ven tambalear el proyecto político liberal que supuestamente unió a partidos con idearios tan diferentes como la UDI y Evopoli.
Pero la derecha tiende a convertir cada una de sus diferencias en guerra civil, porque tiene escasa cultura de coalición. La centro-izquierda tiene diferencias más profundas -ideológicas, históricas e incluso personales-, pero sabe someterlas a una disciplina política donde siempre se priorizan los objetivos comunes.
Otras visiones, sin embargo, se muestran más racionales y apelan a la historia para mostrar que trances tan difíciles como el actual no son novedad. De seguro este debate interno se extenderá por mucho tiempo, pero la rueda sigue girando y tras el desembarco del Presidente Boric, la derecha debe rearmarse para la nueva tarea a la que está llamada en nuestro sistema democrático: ser oposición.
Tiene 68 diputados (de un total de 155) y 25 senadores (de 50) y sus votos sumados a los de la DC o algunos independientes, en ambas cámaras, pueden poner en jaque la agenda legislativa del nuevo Gobierno.
El debate de qué tipo de oposición serán está en pleno desarrollo. Han aparecido al menos tres propuestas de estilos distintos para ejercer ese rol. La primera es profundizar la crítica a las políticas públicas propuestas por el Gobierno del Presidente Boric y denunciar el modo en que el Ejecutivo supuestamente dañará los logros económicos alcanzados en los últimos años. Una segunda oposición podría centrarse en la defensa de grupos de presión que la nueva administración debiera afectar si quiere sacar adelante algunas de las agendas prometidas, sobre todo las asociadas a su reforma tributaria y de pensiones. También es posible imaginar una tercera oposición, que vaya controlando la calidad de las nuevas políticas públicas, pero que también sea capaz de llegar a acuerdos y fiscalizar el aparato de Gobierno. Estas tres formas de oposición de seguro convivirán y buscarán entenderse, aun sin un marco doctrinario o proyecto político que los una.
La pregunta de si la derecha será capaz de volver a constituirse en alternativa de Gobierno por ahora está lejos de tener respuesta. Para hacerlo deberá renovarse, debatir de forma franca y tolerante, todo lo contrario a lo que suele ser su historia reciente, donde sus partidos se alían solo para conquistar mayorías parlamentarias y adquirir cargos en la burocracia gubernamental.
El oficialismo -de cualquier color político- gobierna mejor si se siente amenazado por una fuerza que está en condiciones de reemplazarlo. Además, la dinámica propia de la rivalidad puede contribuir a un consenso alrededor de grandes ideas o principios que derivan en políticas de Estado.
En resumen, nuestra democracia necesita una oposición activa, pero sobre todo bien intencionada.