Señor Director:
Haciendo facha de cristiano pudiente, ingreso a la sucursal bancaria y me ubico en la fila de los que ya no nos queda mucho tiempo; me antecede una dama que enfundada de invierno solo deja ver unos ojos que evocan la floresta aledaña al río Maullín. Concordamos en que la hilera “preferencial” al que la vida nos trajo, es más lenta que las del común de los mortales que atienden más clientela. Esto, concluimos, se debe a que la nuestra es solo una, los coetáneos somos más lentos, algunas señoras al parecer confunden la ventanilla de la caja con la del confesionario y porque el personal a cargo suele agregar a la paciencia, la displicencia.
Ocurrió entonces que un santo varón, derrotado por su agilidad trémula, dejó caer de su billetera escasa una serie de tarjetillas, entre ellas una pequeña fotografía antigua; “¡Ah, una foto de carné!”, observa mi interlocutora de voz confidente, de aquellas que una guardaba en secreto, compromiso de amor adolescente, flor de un día. Yo dormía, me dice, aferrada al perfume que había quedado impregnado en mi pullover azul, colonia no más sería, se corrige, pero deseaba que ese aroma me acompañara siempre. Hace unos días -continúa- revisando cachivaches para eliminar, me encontré con una de esas fotografías de contornos ondulados, tratando de hacer memoria me pregunté ¿Y este quien sería?”
Concluido su trámite, ella se acerca para decirme en secreto: “ya me acordé quién era ese muchachito tímido” y se despide con un cómplice y compasivo “chaaao”. ¡Por la máquina! Las aguas del Baker cayeron en cascada sobre mi humanidad esmirriada; aterido, perplejo ni siquiera puedo advertir el “pase caballero” de la cajera y apenas el empujón del viejujo que a mi espalda me ordena perentorio “apúrese pu siñor”.
Miguel Gaete de la Fuente