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La educación parte en casa

Cristian Cáceres

Hay un lugar común en el imaginario colectivo, de que la educación y los docentes todo lo pueden. Algo parecido a la piedra filosofal, donde los profesores serían algo así como alquimistas, capaces de convertir el plomo en oro, en este caso, capaces de transformar al flojo en estudioso, al apático en comprometido y al grosero en educado. Nada más erróneo. Los colegios recepcionan un material ya formado, preformado o deformado por previas influencias. Otros factores operan de modo paralelo a la labor escolar, desdibujando y hasta devaluando pautas, valores y conocimientos impartidos por el docente.

Convendría, entonces, despojar al colegio de esa supuesta energía milagrosa y ampliar el análisis del hecho educativo a todos sus integrantes, es decir, alumnos, docentes y padres, donde la evidencia es bastante contundente, en cuanto a que no logran trabajar concertadamente para un objetivo en común.

En la práctica, los padres, que son los primeros educadores dentro de la familia, en muchos casos han renunciado a ese papel fundamental y entregan a sus hijos a los profesores, a quienes incluso en su fuero íntimo no sólo no respetan, sino a los que están dispuestos a desautorizar permanentemente. Aunque no se puede generalizar, éste es el común denominador para muchos padres, incluso aquellos que eligen mandar a sus hijos a un colegio privado.

Dentro de un aula, el maestro y el alumno no son iguales porque sus roles son bien distintos. No se trata sólo de los conocimientos que se supone maneja ese maestro, sino también de una planificación del aprendizaje, que él sí tiene y del que el alumno es lógico que carezca. Así también en la familia, los padres siguen teniendo el papel indelegable de marcar el camino de la vida. Por eso, resulta muchas veces incomprensible que algunos desautoricen consciente o inconscientemente a maestros y profesores. Aquello es no cumplir con la responsabilidad que una sociedad pide a sus integrantes adultos.

Asimismo, es oportuno señalar que, del lado de los adultos, hay con frecuencia inseguridad con respecto a los límites por poner en los comportamientos filiales, como en lo que concierne a los tipos de sanciones que puedan merecer, cuestiones básicas de la responsabilidad educativa. Esta incertidumbre suele también apreciarse en el colegio ante actos de inconducta que requieren reafirmar límites y aplicar sanciones. En la realidad social de hoy se advierte un cuadro de vacilaciones y de agudas contradicciones que dañan la formación de niños y adolescentes. Es deseable que la acción del entorno no aporte más incertidumbre a esa situación. Para que esto ocurra se necesita ganar, en una conciencia de la corresponsabilidad educativa ante las jóvenes generaciones, compromiso que padres y maestros no deberían eludir. Esto supone pleno sentido de los valores que están en juego y una clara comprensión de que, en medio de un penoso presente, el peor error adulto sería destruir las esperanzas que encarnan los menores

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