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La Contraloría

Señor Director:

La corrupción nunca llega con sirenas. Llega como llega el frío a una casa mal aislada: primero un hilito, luego el temblor completo. Y es que uno puede hacerse el distraído, pero cuando la Contraloría advierte que ya no sirven los remiendos y pide un volantazo, más vale dejar de mirar el celular y atender. No es un berrinche técnico, la verdad; es el parte médico de un país que ya descubrió que la confianza, una vez astillada, no se repara con frases bonitas.

La idea central es brutal en su simpleza: fortalecer a la Contraloría es fortalecer la democracia. Nada de romanticismos administrativos. Es asumir, de una vez, que el Estado necesita ojos despiertos, incluso cuando alumbren rincones incómodos.

Los ejemplos sobran. Más de 2.200 instituciones supervisadas con un presupuesto que cabe en un bolsillo roto. Sumarios que se esfuman apenas alguien entrega su renuncia, como si la culpa también entregara credencial. Fondos públicos que se pierden en fundaciones tan nebulosas que uno podría confundirlas con niebla matinal. Y además, un crimen organizado que ya no toca la puerta: empuja. Frente a eso, el Consejo Asesor no hace magia; ordena el caos. Pide sancionar a exfuncionarios, digitalizar procesos, proteger a quienes se atreven a denunciar y, sobre todo, seguir cada peso público como quien sigue un hilo para no perderse en el bosque.

Porque la democracia no se sostiene sola. Se riega, se cuida, se defiende. Y hoy defenderla significa darle herramientas reales a quien vigila que el poder no termine goteando por el alcantarillado. Este es el camino: menos ruidoso, sí, pero más honesto. El único que permite reconstruir la confianza antes de que el silencio, otra vez, nos pase por encima.

Ricardo Rodríguez Rivas

Magíster en Gobierno y Gestión Pública

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