La fragilidad en la naturaleza es relativa. Porque frágil es aquel ser que no trabaja para cumplir su misión asignada según el orden. Cualquier viento fuerte puede hacer estrellar a una pequeña avecilla llena de color y de gracia. Pero la consideración eventual de que a media tarde se desencadene un temporal que la azote contra el tronco de un koiwe, no amilana la voluntad de salida de su vuelo de la mañana. Este pensamiento no le impide al minúsculo chincol salir diariamente cantando de su nido. Y aunque supiera que esas pueden ser sus últimas horas, él prefiere celebrar la vida y la muerte en un solo trino.
La vida y la muerte existen en razón de su canto. Viene al mundo para ese éxtasis, ese es su propósito, no para el proceso biológico de nacer y desaparecer. No un caso más de “pobre-ave-para-la-muerte”. En estricto rigor, según la pauta oculta de la naturaleza, nadie vino para algo utilitarista en sí, ni siquiera “para dejar huella”; todos llegamos para regalar gratuidad y fulgurar un instante-eterno, dado que la virtud consiste en el acto de alumbrar. El premio a la virtud es la virtud misma; solo huella pero no más que eso.
El pequeño chercán, casi tan liviano como el colibrí, hace su nido donde haya una oportunidad accesible, allí donde su instinto le dicte como su más seguro refugio. Y a pesar de ser tan liviana como su hermano el chincol, la madre chercán no piensa previamente en la dificultad de la tarea. No la detiene el pensamiento de la comodidad. Tampoco piensa en lo peligroso que va a resultar el destino futuro de sus crías que nacerán en la próxima primavera. En medio del peligro, a diario hace una apuesta de confianza, y actúa, a pesar de las dificultades que a diario tiene que sortear. Día tras día vuela de prisa a aquel hueco de tronco elegido para juntar pequeñas ramitas, transportadas en su también tan diminuto pico, esa minúscula grúa aérea. Tampoco piensa en cansancios, en esfuerzos ni en peligros durante los miles de viajes y vuelos que repite con dirección al nido para llevar comida a sus polluelos.
La naturaleza no crea seres con la conciencia de fragilidad. Ningún diseño original o plan maestro de ella incluye el miedo para ninguna de las especies. Si así pensara, tendría mecanismos autoabortivos, asunto tan lejanos a ella misma, que sería la contradicción absoluta. Más bien crea y prepara especies y seres, todos adecuados a la función que desempeñarán en el todo sistémico.
Frágiles aparecen hoy cuando se ha desmontado ese ecosistema en donde cada cosa o fenómeno tenía su lugar. Con el aire y el suelo envenenado, el instinto del avecilla le dicta dos cosas: o emigrar muy lejos, o interrumpir el ciclo de reproducción. Y así la vida chercán o chincol, en la ciudad deja de ser viable y desaparece con el último pajarito muerto, cuando a mas no poder de cansado para encontrar un árbol en el asfixiante horizonte, bebió en un charco que la agricultura lo había llenado de pesticidas y de venenos.
Pero ni la inteligencia del chincol, ni el gato montés ni el águila más fuerte, todas aptas para sobrevivir lo que más puedan, son capaces de leer y controlar el alma específica del depredador de otra especie. Menos aún podrán forzar la mente a los “seres superiores”, los hombres, aquellos armados de motosierras, bidones con glifosato o de encendedores, y hacerlos decidir según el mejor beneficio para la calidad de su vida y de obligarlos a que actúen según los propósitos superiores de la vida.
Los seres humanos podemos mostrarnos como superiores soo si todos los días trabajamos para hacer más fuerte a la Naturaleza. Es decir, cumpliendo con nuestra misión de despertar y hacernos sabios en el conocimiento del Orden natural que rige a todo, volviéndonos conscientes de los propósitos superiores de la Vida. Así aportaremos a fortalecer el hogar común, la amplia casa de la vida natural. Y fortaleciéndola a ella, nosotros, los que nos creemos “poderosos” nos volveremos menos frágiles e impermanentes.