Los incendios forestales han golpeado las puertas de Chillán, desatando no solamente una tragedia que afecta en mayor o menor proporción a todas los habitantes de la ciudad y en particular a aquellos vecinos que vieron destruidas sus viviendas e instalaciones funcionales a la ciudad.
Una vez más ha quedado de manifiesto las deficiencias de un plan regulador que supuestamente pone el acento en el desarrollo y en incentivar la inversión, pero que no considera que en las ciudades viven personas con necesidades básicas, como son, entre otras tantas, la seguridad ante desastres como el que vivimos en estos días.
Es el caso de los incendios mal llamados forestales, porque se sitúan más en el ámbito de lo rural que en lo estrictamente forestal. Eso es evidente.
Chillán así como otras comunas de la región, han crecido hacia los bordes ocupando suelos que antes era rurales; “campo” en la jerga popular, expandiéndose como una mancha sin que se definan con claridad los deslindes de la ciudad.
Dicho de otra manera, los patios de las ultimas casas construidas en las urbanizaciones dan al “campo”.
Deslindan con extensiones que llegan a tener incluso plantaciones forestales. ¿Y qué es lo que ocurre? Que cuando se registran situaciones como las que hemos vivido esta semana, la ciudad que- da sitiada por el fuego, si es que éste no penetra a zonas urbanas, como ocurrió en la Villa Jerusalén el pasado miércoles, cuando el peligro de una catástrofe fue inminente, o el día después en la Villa Doña Francisca, donde el fuego si traspaso los precarios límites y consumió cinco viviendas.
Los planos reguladores no con- templan la obligación de las in- mobiliarias para construir calles o avenidas en los bordes que constituyan cortafuegos naturales con las áreas rurales de alto riesgo en materia de incendios. Son metros cuadrados que se utilizan para optimizar el rendimiento económico de los predios.
Y como la norma no obliga, estas calles que deberían circundar a las urbanizaciones no se hacen, dejando expuesta a la ciudad a tragedias como las que hemos vivido estos días. Ya no se trata de quebradas u otras zonas peligrosas de construir, sino que de la ciudad ajustada a una norma, como es el plano regulador que abre espacio a un crecimiento inorgánico de la misma.
La solución en la situación actual es compleja porque hacer esas calles significa no solamente recursos, sino que probablemente expropiaciones y otras acciones de esa naturaleza. Pero es un tema que debemos enfrentar, y la modificación del plan regulador y de las normas de urbanización pueden y deben contribuir a una solución definitiva del problema. Por lo tanto, parece ser esta acción una tarea prioritaria.
La convivencia entre la ciudad, la urbe y el campo está resultando cada día más compleja, los bordes de las ciudades históricamente se han transformado en algunos casos en tierra de nadie, sin ninguna regulación de las construcciones, lo que hace que los accesos a las ciudades y pueblos estén precedidos de un gran desorden arquitectónico y urbano. Y cuando ocurren eventos como los que he- mos sido testigos, nos encontramos con una ciudad cuyos deslindes no es el espacio público sino los propios vecinos que habitan esos deslindes. Consecuencia de ello, una ciudad sitiada por el fuego en sectores residenciales, con vecinos expuestos a perderlo todo por una mala planificación urbana, que solo miró los intereses de una parte de la sociedad y no de toda en su conjunto.
Claudio Martínez Cerda – arquitecto