Las movilizaciones sociales de los últimos dos meses, desnudaron una realidad que no era totalmente desconocida para muchos integrantes de la e l ite gobernante y dirigente, pero si era ignorada y muchas veces ninguneada. Esta es la existencia de ciudades fracturadas. Fractura social que se refleja tangiblemente y brutalmente en la segregación urbana de la mayoría de las ciudades chilenas, entre ellas Chillán.
Es como si en un mismo territorio convivieran varias ciudades bajo un mismo nombre o comuna. En estricto rigor no conviven, sino que coexisten, separadas por muros invisibles , pero no por ello menos tangibles. Tienen estos mundos tan distintos el uno del otro, códigos y claves de convivencia que a la e l ite que ha gobernado este país desde la fundación de la república le resulta difícil descifrar.
La extrema violencia y delincuencia que ha emergido en algunas ciudades, como un indeseable acompañante del denominado “ estallido social”, y que debemos condenar sin ambigüedades, es una constatación de la existencia de dos o más realidades sociales que no se mezclan.
Existían, pero cada una en su territorio o getto, esto hasta ahora, en que una parte de esos habitantes más marginados y más segregados, y a decir de Gabriel Salazar, humillados por siglos, han cruzado las fronteras virtuales para instalarse físicamente en es ese territorio que nunca les perteneció y que conocen o conocían solo a través de programas de televisión, para arremeter irracionalmente contra los símbolos de la discriminación histórica.
Hoteles, trasporte público, comercio, supermercados, bancos, iglesias, sedes de partidos políticos, monumentos de héroes nacionales como Prat, etcétera, han caído o han sido destruidos sin que logremos descifrar a qué códigos responde semejante conducta. La fractura social tiene un reflejo manifiesto y dramático en las fracturas urbanas de las ciudades. Si a ello agregamos un estilo de gestión local fundado principalmente en un paternalismo peyorativo, que se traduce en prebendas y políticas asistencialistas que los dirigentes locales instalan desde que son candidatos, tenemos los ingredientes para una tormenta perfecta como la que ha ocurrido en el país.
Cómo instalar dignidad en este complejo escenario, donde no solamente los códigos son distintos, sino que la calidad de vida de unos y otros es sustancialmente distinta. Cómo entregar dignidad si las viviendas sociales no solamente son pequeñas y hacinadas, sino que carecen de un mínimo aporte creativo por parte de los arquitectos, o donde los espacios públicos son asimétricos dependiendo del barrio en que se encuentran, o el equipamiento y servicios son igualmente carentes de sentido estético, o la escala urbana es de baja calidad en aquellos guettos urbanos donde habitan los marginados de la estructura social, y que equivocadamente percibimos como normal.
Esto da cuenta de dos realidades desintegradas. El gran desafío para salir en el mediano y largo plazo de esta crisis, más allá de la llamada agenda social, está en cómo logramos romper el cerco de la segregación urbana y generar las condiciones para que nos mezclemos social y culturalmente.
Lograr entender que aunque no somos iguales, que no pensamos iguales, que somos todos distintos, pero que nos necesitemos porque somos ser parte de una misma comunidad, y que ello es requisito esencial para la paz social, parece ser la gran tarea del futuro.
La planificación urbana de las ciudades, la democratización de la calidad del espacio público, una relación en igualdad de condiciones con la autoridad, son algunos de los requisitos que parecen indispensables para la reconstrucción o construcción social integrada y equilibrada. Mientras ello no ocurra, las tensiones persistirán y los riesgos de nuevos estallidos sociales estarán siempre latentes.