Cuando en 2019 se promulgó la reforma legal que aumentó la penalización a quienes agreden a los profesores y trabajadores de la educación en Chile, se dijo que esta iniciativa venía a solucionar uno de los aspectos más problemáticos de nuestra educación, como es la crisis de autoridad escolar que resiente notoriamente el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Sin embargo, como ocurre en otras materias, las normas jurídicas no confieren autoridad, sino poder. Un poder jurídico orientado a evitar que maestros y maestras sean agredidos o humilladas mediante el expediente de la amenaza con una sanción penal. Y, claro, como resultado de ello es probable que tales conductas indeseables dejen de realizarse o disminuyan, pero no crea ni incrementa la otra autoridad, la decisiva, la autoridad académica del profesor.
Lo peor de esa confusión es que puede contribuir a que olvidemos que la autoridad alude al poder que otorga un cargo a la persona que lo ejerce; por ejemplo, para dirigir a otros. Pero también por autoridad puede entenderse la condición de legitimidad reconocida para conducir a otras personas, sea por su capacidad, experiencia o valores, coherencia y ejemplo.
El primer significado gravitó mucho más en el pasado. Hoy resulta insuficiente y requiere el aporte del segundo sentido, ya que la autoridad que no se discute es la que se funda en la legitimidad ganada, carácter que se espera del docente, unida a otras condiciones y habilidades como una comunicación eficiente.
Precisamente, la comunicación requiere hoy de un esmero y cuidados especiales, pues nadie niega que es conveniente que los menores participen, pero en un marco de respeto y dentro de las fronteras de su edad. Sin embargo, no hay que olvidar que la autoridad no se otorga y concede, sino es algo que se consigue y obtiene.
A diferencia del poder, caracterizado por la capacidad de conseguir determinadas conductas a través de recompensas y castigos, la autoridad se basa en la capacidad de influencia, en el prestigio moral que convence a las personas para que, sin necesidad de recurrir al poder, asuman determinadas conductas.
En consecuencia, si nos centramos en la función docente, para que ésta sea ejercida positivamente, no bastan los títulos, aunque sean necesarios. La consideración debida a la autoridad moral se tiene que tener presente día a día, y ser encarada por el profesor (a) a través de la preparación, del esfuerzo, del trato y de la correcta conducción.
Por lo mismo, en la formación de los y las docentes, la concepción de autoridad y su ejercicio como líder no pueden quedar reducidas a un taller o una asignatura complementaria, sino que ser objeto de preparación y riguroso estudio.
En la educación han cambiado muchas cosas. Unas para bien, otras para mal. Es lo que ocurre con la autoridad del profesor, donde hemos pasado de una actitud autoritaria a una actitud permisiva. Es necesario que haya normas y que esas normas sean democráticas, racionales y justas. Es más fácil cumplirlas si tienen esas tres características. Y es más fácil también hacerlas cumplir.