Mi infancia siempre estuvo ligada al deporte.
Yo era de los que jugaba a la pelota en la calle con mis amigos de la población hasta que atardecía y nuestras mamás nos llamaban porque había que entrarse.
En el patio, la cancha cercana, en un potrero y con piedras que simulaban un arco.
Mi viejo llegaba de la pega y se daba el tiempo para relatarnos una jugada, mientras yo probaba las manos de mi vecino y amigo Juanito.
Mi papá, agarraba la pelota y narraba con emoción un supuesto centro que empalmaba el, en ese entonces, jugador de la “U”, Mariano Puyol e intentaba detener, el golero de Colo Colo y la Roja, Roberto “Cóndor” Rojas.
Juan volaba entre los dos postes que afirmaban el viejo parrón del largo patio de mi casa, donde mi padre, ferroviario y ex jugador de Ñublense y Fernández Vial, nos hacía soñar con ser jugadores.
Yo y Juan no queríamos más guerra. Inflábamos el pecho.
Nos creíamos Mariano Puyo y el “Cóndor” Rojas, respectivamente. Éramos felices. Jugando a la pelota, corriendo, al fin y al cabo, haciendo deporte.
Éramos libres y eternamente niños. Crecí pateando un balón y cada vez que lo hago, aunque hace rato que no lo practico, siento que vuelvo a ser niño. Como cuando jugaba con Juanito en el patio de la casa y mi querido padre nos narraba una jugada en la que éramos los protagonistas de un sueño congelado en el tiempo. Por eso cuando ayer vi a un par de chicos jugando en un pasaje a la pelota, en el Día del Niño, recordé que no todo está perdido, en medio de una sociedad que confinó a nuestros menores a vivir frente a una pantalla.