Cualquiera que haya salido de Chile sabe que en nuestro país se paga un valor comparativamente muy alto por la gasolina. De hecho, frente a naciones de similar ingreso per cápita, nos ubicamos en el segundo lugar, superado solo por Turquía. Y este alto costo no lo pagan solo las familias de mayores ingresos, como han querido justificarlo algunos, sino que afecta principalmente a la clase media, e indirectamente, a quienes perciben menos ingresos.
Este tributo, que hoy también es foco de críticas en medio de las movilizaciones sociales por mayor igualdad, fue creado en 1986 para financiar la reconstrucción de carreteras después del terremoto de 1985, y representa casi un 30% del valor que los automovilistas pagan por las gasolinas, lo que sumado al IVA, llega al 42% del valor total en gravámenes.
Lamentablemente, este impuesto no es equitativo, y solo afecta a los automovilistas, a los colectiveros y a muchas Pymes, porque los mayores consumidores, es decir, la industria y los transportistas, reciben una devolución de este impuesto.
Es por ello que en el marco de las actuales movilizaciones se han levantado también voces exigiendo su eliminación. El reclamo, de hecho, no es nuevo. En la última década se han presentado al menos tres mociones parlamentarias para rebajarlo o suprimirlo, pero tanto el actual Gobierno, como los anteriores, han descartado dicha posibilidad. Ningún ministro de Hacienda está dispuesto a dejar de percibir los más de 2 mil millones de dólares que anualmente se recaudan por este tributo, aunque el argumento más utilizado ha sido el que dicha medida significaría fomentar el uso del automóvil.
Es así como de ser un impuesto de reconstrucción, hoy se maquilla como un tributo verde, pese a que está lejos de serlo, ya que no establece una diferenciación por el nivel de contaminación (el diésel tiene un gravamen menor) y no castiga a motores más contaminantes. La medida para acallar las críticas usada por los gobiernos ha sido la implementación de sistemas de amortización de precios, como el FEPP, luego el Fepco y desde el 2011, el Sipco, que sin embargo, han demostrado ser ineficientes en amortiguar efectivamente las alzas, lo que queda de manifiesto en los tableros de precios de las bencineras y en el bolsillo de los consumidores.
Y si bien el programa de Gobierno de Sebastián Piñera -como en muchos temas que hoy integran la llamada “agenda social”- no contemplaba un cambio a este impuesto, hoy debe ser discutido abiertamente, pensando en una rebaja que equipare los precios con el poder adquisitivo de los chilenos, reformulando el tributo de manera que no discrimine y sea pagado por todos, y que a la vez, constituya efectivamente un impuesto verde.
Parece un desafío difícil, pero con la voluntad política y en el marco de una mayor escucha ciudadana, es posible.