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Honestidad perdida

Señor Director:

La corrupción ha extendido su influjo tóxico en amplios sectores de la sociedad. En los últimos años hemos visto no sin estupor, tristeza e impotencia, cómo ha ganado terreno en la esfera de la política, los municipios, la educación, la cultura, el mundo castrense, la judicatura, el empresariado, el fútbol, en fin: cuesta hallar un ámbito de la vida pública que no esté emporcado por este flagelo. Sin embargo, muchos repiten alegremente que en Chile la corrupción no ha alcanzado niveles dramáticos como en otros países, que todavía somos una nación en la que impera la honestidad. Esa apreciación es falsa; expresa un voluntarismo necio o, lisa y llanamente, es prenda del cinismo.

Lo trágico de todo esto, es que la corrupción desvía ingentes recursos de todos, que debieran destinarse a atender necesidades sociales, hacia fines bastardos, actividades inútiles y enriquecimiento de unos pocos audaces y sus familias, que timan y se ríen de la sociedad. También es trágico que oscuros gestores de influencias manejen a su amaño, y ante la complacencia de muchos, designaciones en los poderes públicos, la administración y las entidades estatales.

Años de corrupción política, han viralizado a operadores y militantes cuyas funciones se asocian más con la mantención de cuotas de poder e influencia de caciques y dirigentes inescrupulosos, que con un real servicio a las instituciones y al país. Esta dimensión de la corrupción refuta el discurso bienpensante de la meritocracia, con el que los dirigentes pretenden tranquilizar sus conciencias. Al menos en lo que atañe a la política, hay que decir con claridad que los grandes responsables de esta calamidad pública, son los representantes más caracterizados de este nuevo feudalismo con recursos ajenos, que está asfixiando a nuestra patria.

Gustavo Adolfo Cárdenas Ortega

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