Señor Director:
Ya se conocen algunos efectos de la Ley de Fraude 21.234 que limita la responsabilidad de los titulares de tarjetas de pago y transacciones electrónicas en caso de extravío, hurto, robo o fraude. Según la ABIF, desde la promulgación de la normativa, las transacciones desconocidas en tarjetas se han sextuplicado y las pérdidas brutas por fraudes externos ascendieron a US$ 170 millones -entre enero y octubre-, un 172% más en comparación con el año de entrada en vigor de la ley.
Estas cifras son alarmantes. Si continúan aumentando, surge la interrogante de quién asumirá este creciente costo. ¿Serán los consumidores que toman precauciones y manejan sus finanzas de manera responsable, quienes terminen pagando por la negligencia de otros? Esta situación crearía un desbalance, donde los consumidores cuidadosos subsidian indirectamente las consecuencias del fraude y la negligencia.
Es crucial ajustar la ley para equilibrar la protección contra el fraude y la viabilidad económica para los consumidores y negocios pequeños. De lo contrario, podríamos enfrentar un escenario donde el acceso a ciertos medios de pagos asociados al crédito se vea restringido y los costos adicionales no los termine “pagando Moya”, sino que los consumidores diligentes.
Sebastián Bozzo
Abogado y académico UA