De ser ratificado por el Gobierno de Chile el Acuerdo de Escazú, primer tratado ambiental de América Latina y el Caribe, se resguardaría la seguridad personal de defensores del medio ambiente y también dinamizaría el rol de la comunidad civil en la evaluación del impacto ambiental de proyectos industriales. También sentaría las bases para la participación ciudadana anticipada a dichos proyectos, y no tardía, cuando la inversión para intervenir una determinada área ya está autorizada.
Otra de las ventajas de adherirse al Acuerdo de Escazú sería la transparencia de información, por ejemplo, en lo relacionado con el procesamiento de alimentos como productos cárneos, específicamente sobre las dosis de medicamentos con que los animales son tratados y su efecto en la salud humana.
Asimismo, sentaría las bases para establecer una institucionalidad ambiental en Chile, y es coherente con el programa de Gobierno en cuanto a garantizar el derecho humano al agua y la creación de estrategias de adaptación al cambio climático.
Entonces, la interrogante que surge de todo esto es por qué es necesario tener que negociar tratados sobre temas que claramente nos afectan a todos, y que debieran ser salvaguardados por cada Gobierno. Si revisamos el primer artículo de nuestra Constitución política, encontramos que el rol del Estado es estar al servicio de la persona humana, y su finalidad es promover el bien común. Si el “bien común” -en su amplio sentido- se entiende como tener derecho a acceder a los recursos naturales de nuestro territorio, como el agua, ¿por qué ha de ser necesario negociar tratados para asegurar una institucionalidad de algo que es deber de cada Gobierno?
Una agenda ecológica no debería instalarse porque los intereses económicos priman por sobre los derechos de las personas. Entonces, esto me lleva a pensar que ningún acuerdo o tratado servirá si los actores sociales no entienden que el cuidado del medio ambiente es un valor humano fundamental. En este sentido, es urgente que las universidades del país modifiquen sus proyectos educativos en torno a la formación de una institucionalidad ética de la conservación del medio ambiente. Lo anterior porque, para dañar la perfecta naturaleza, paradójicamente se necesitan expertos: son profesionales egresados de nuestras casas de estudio quienes podrían llegar a tomar las decisiones de sobreexplotar un territorio, diseñar programas de extracción indiscriminada de mineral, instalar plantas industriales sin mediar el impacto al medio ambiente y las comunidades, o sobrepoblar de cultivos un territorio sin considerar el efecto en los recursos hídricos. Los expertos debieran tener primero una postura ética para imponer su criterio profesional ante un determinado proyecto de inversión, y esa ética debiera quedar instalada tan bien o mejor que los conocimientos disciplinares que reciben durante su formación.
Suena utópico, casi pueril, pero el cambio debe venir desde adentro. Un tratado es solo un marco normativo, pero nada pasará si el cambio no viene desde la mentalidad de quienes son llamados a producir el cambio.