No hay investigación de universidad o centro de estudio, chileno o extranjero, que no concluya que en nuestro país los indicadores del ascenso social están directamente vinculados con el nivel educativo y que, a su vez, éste determina la calidad ocupacional.
Así, se refleja la continuidad de una relación de causalidad que no se ha debilitado en los últimos 50 años y que permite explicar tanto la inmensa porción de chilenos que ha mejorado su calidad vida, como también gran parte del problema de la distribución económica injusta y de los principales problemas sociales de nuestro país.
En efecto, resulta evidente que en el último medio siglo las cabezas de familia tuvieron muy en claro el propósito de que los hijos ascendieran en la pirámide social a través de la formación educativa. Ese objetivo ejerció una positiva influencia en el curso de las generaciones.
Pero también, en ese mismo período, la exclusión social ha golpeado a amplios sectores e igualmente, cuando se repite por más de una generación, el problema se vuelve más difícil de revertir. Por lo tanto, las políticas asistenciales que hemos visto en las últimas décadas no solucionan el problema de fondo.
Desde que Alfred Marshall señaló que “el capital más valioso es el invertido en los seres humanos”, se han realizado numerosos trabajos destinados a estimar los beneficios económicos que obtienen las personas gracias a su educación. Esos beneficios generalmente se miden utilizando la tasa interna de rendimiento que es la que iguala los ingresos diferenciales que proporciona un cierto nivel de educación con la inversión que debe realizarse para alcanzarlo. Los ingresos se obtienen como diferencia entre los del nuevo nivel educativo, comparados con los ingresos del anterior a lo largo de un período de tiempo, mientras que la inversión necesaria para obtener ese grado se mide por los costos soportados al cursar esos estudios.
Estudios de la OCDE sobre Chile muestran que las tasas de rendimiento social son muy altas para los recursos económicos aplicados a la educación: en la básica 26%, en la media, 18% y en la superior 16%.
Se justifica, entonces, insistir en el efectivo vínculo existente entre el nivel de estudios cumplidos y el ascenso alcanzado. Esa función elevadora de la condición social debe ser garantizada por el Estado y asumida por los distintos niveles de la enseñanza ofrecida en el país, desde la educación básica obligatoria hasta el terciario superior o universitario, y más recientemente las especialidades de posgrado (nivel cuaternario).
Invertir en educación, sobre todo en los sectores más vulnerables, es el camino para terminar con la exclusión e integrar a todos los niveles sociales al mundo del conocimiento y del trabajo, de modo que en el futuro puedan sostenerse solos.
Las políticas públicas deben procurar que el individuo en situación marginal pueda salir de ella por su propio esfuerzo. La educación hace factible ese ascenso y permite que sea una situación permanente. De ese modo, las personas ya no dependen de subsidios, planes sociales o similares, que son pasajeros, inestables, sujetos a la política social o presupuestaria del momento, o a las prácticas clientelares de la autoridad de turno. En cualquier circunstancia, el estudio siempre será la vía más propicia para el ascenso social.