Ya son varios colegios públicos de la región metropolitana en los que grupos de jóvenes interrumpen las clases para realizar desmanes, lanzar bombas molotov, ‘tomarse el establecimiento’ impidiendo la continuidad formativa a todos los alumnos y también impidiendo el derecho a trabajar de pedagogos y administrativos, para quemar, en algunos de esos colegios, oficinas y dependencias para clases, y en otros han amenazado a estudiantes para que no intervengan ni les impidan concretar estos desmanes. ¿Acaso todo esto no exige que las autoridades actúen con urgencia para volver a la normalidad, poniendo en perspectiva el valor de los fines educativos que se logran en la escuela?
Al respecto, conviene precisar que el fin de la acción educativa y la naturaleza de lo que ocurre esencialmente en los colegios, es ayudar con eficacia a que los estudiantes alcancen la plenitud de su ser personal, proceso en que al menos se pueden identificar cinco propósitos: inspirar a los alumnos para que se sorprendan respecto a la realidad y también para que despierten su interés por aprender y formarse a sí mismos; educar el carácter en torno a la verdad, el bien y la belleza; desarrollar virtudes para que los alumnos vivan en coherencia con sus fines existenciales; concretar la formación como un proceso de personalización, de crecimiento personal; y finalmente reconocer que la educación se orienta al crecimiento profundo de la vida interior.
Todo este complejo, variado y multiforme proceso de humanización no se encuentra en otros ambientes. Incluso en la familia no se cuenta con todos los recursos, estímulos y oportunidades conducentes a lograr con eficacia esos fines. Desde luego, y es necesario señalarlo, en la familia se proporcionan y robustecen los pilares necesarios para levantar la edificación valórica personal, no obstante, es en la escuela donde se encuentran en gran medida, los requerimientos para proveer una formación integral. Desafortunadamente, en cada uno de los colegios a los que hacemos referencia, grupos de violentos jóvenes con conductas antisociales privan e impiden a cientos de estudiantes a lograr los fines de la educación, conculcando, con ello, la dignidad de cada persona afectada y por cierto, también la dignidad de ellos mismos.
Para decirlo con más claridad, los alumnos de los colegios en que se llevan a cabo tomas e interrupciones violentas de su quehacer pedagógico pierden el caudal de recursos de humanización que debe proveer toda escuela, y en su reemplazo, obtienen modelos conductuales de violencia y también de deterioro moral. Planteado el problema desde otro modo, habría que preguntarse cuánto se puede deformar por ejemplo, un joven de doce o catorce años en este ambiente; y también cabe preguntar desde una perspectiva antropológica acerca de en qué medida y por cuánto tiempo esos alumnos con sus solos recursos personales pueden resistir una embestida de violencia y deshumanización.
Cuesta entender que las autoridades y sostenedores de los colegios en crisis no adopten medidas para que cada comunidad educativa que ha sido vulnerada, pueda volver al cauce normal.