Espíritu independentista
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Como bien lo sabemos, lo que se celebra este 18 de septiembre no es estrictamente nuestra independencia. Es más, todos hemos leído que la decisión de conformar la Primera Junta de Gobierno se adoptó en medio de reiterados juramentos de fidelidad y amor por el rey de España.
En efecto, el acta de la Primera Junta Nacional de Gobierno fue redactada el 18 de septiembre de 1810 y es considerada como la fecha de independencia de nuestro país. Pero el solo encabezamiento de este documento demuestra lo contrario, puesto que lo que hace es reconocer al monarca en cautiverio, Fernando VII, como su legítimo gobernante.
Hay muchas otras fechas que se merecen el privilegio de la memoria chilena como acto de Independencia, entre ellas está la del primer reglamento constitucional provisorio de José Miguel Carrera en 1812, los actos posteriores a la Reconquista, como la Batalla de Maipú el 5 de abril de 1818 y el acta de proclamación de la independencia de O’Higgins, aprobada el 2 de febrero de 1818.
Se podría discutir latamente cuál es la fecha más meritoria, sin embargo y más allá de los dictámenes de la tradición popular, hay varias buenas razones para concederle al 18 de septiembre el carácter de principal festividad republicana. Es una manera justa de reconocer el valor que requiere dar el primer paso, normalmente el más difícil. La otra gran razón para recordar el 18 de septiembre, y que se destaca menos, es que la Junta nacida ese día, y más allá de sus tímidos inicios, se las arregló en los meses siguientes para poner en marcha una verdadera revolución.
Igualmente, resulta curioso e interesante reflexionar en esta efeméride que la posición de dependencia que tenía Chile de Madrid sea comparable a la posición que tienen hoy nuestras regiones respecto de Santiago. Sin que esto se interprete como una aspiración independentista, un mayor esfuerzo por entregar más poder y autonomía a quienes no residen en Santiago se presenta ya no como una aspiración, sino como una necesidad impostergable.
Cabe recordar que una vez consolidada la independencia a principios del siglo XIX, algunos ordenamientos constitucionales establecieron ciertas normas que pudieran ser consideradas como iniciativas descentralizadoras. Ejemplo de ello fueron las Leyes Federales dictadas durante el año 1826, que pretendieron establecer un sistema federal; la Constitución promulgada en 1828 que consagraba la existencia de asambleas provinciales, compuestas por diputados elegidos por la ciudadanía. No obstante, con la Constitución de 1833 y el proyecto Portaliano, el centralismo se acentuó, transformándose en uno de los pilares del desarrollo institucional chileno. Posteriormente, las cartas de 1925 y 1980 acentuaron el modelo, al punto de convertir a Chile en uno de los países más centralizados de América Latina y del mundo, según consta en diferentes estudios, tanto nacionales como internacionales.
Resulta evidente que aquella matriz ya no resiste más, aunque romperla no será fácil. Por algo, después de dos siglos seguimos por el mismo camino, buscando autonomía, aunque ya no en clave nacional, sino local y regional.