El reciente estallido social en nuestro país ha mostrado nueva forma de participación juvenil que tiene muchas virtudes: renovación, mayor representatividad de minorías, el uso humanista de tecnologías de información y una mirada crítica al sistema político-económico. Sin embargo, también muestra un preocupante grado de despolitización formal, así como una significativa desconfianza en la democracia representativa y al sistema de partidos.
Lo corroboran diferentes estudios de opinión e investigaciones más profundas, donde más que conclusiones definitivas, persiste una enorme duda sobre si éste es un modo de pensar y actuar actual o si está arraigado desde hace tiempo.
En ese sentido, es interesante revisar estudios sobre la juventud chilena, promovidas por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. En la primera, que data de 1997, el 67 por ciento se declaraba desinteresado de la vida política. En el segundo estudio, elaborado en 2004, se obtenían resultados aún peores: el 80 por ciento declaraba no tener interés por la política. Pero se puede caer todavía más y recientes estudios, incluida la encuesta CEP de enero de este año, mostraron que esa conexión no superaba el 4%, o sea prácticamente nadie si consideramos que el margen de error de estos estudios bordea ese rango.
En síntesis, si seguimos las encuestas realizadas en el curso de tres lustros llegamos a una triste conclusión: la desconexión total de los jóvenes con el sistema político y el consecuente empobrecimiento de la participación en la vida ciudadana.
Claro que la realidad es sumamente compleja como para intentar simplificarla a partir de los datos cuantitativos que arrojen algunas encuestas. De hecho, fueron los mismos jóvenes los que en octubre pasado nos volvieron a mostrar su sensibilidad y valentía para exponer los grandes problemas de su país.
Ciertamente, el enorme rechazo de los jóvenes a las instituciones políticas y sus representantes perjudica las perspectivas de una democracia, que, para ser efectiva, requiere participación y clara conciencia cívica. También puede pensarse -y con fundamento- que las actitudes de repudio a la política expresadas por los jóvenes son la consecuencia indeseable, pero lógica, de tantas decepciones producidas por distintos elencos y partidos políticos durante los últimos 30 años.
Por eso hoy más que cuestionar la rebeldía, que ha sido tradicionalmente un rasgo distintivo de la juventud, el camino es tratar de comprenderla y canalizarla, pues una de las mejores formas de expresar esa rebeldía sería volcarse a una actividad política que pese a las declaraciones de buenas intenciones post estallido social, está demostrando que sigue cerrándose sobre sí misma.
Ser transgresor hoy implica participar en los procesos que se han definido para un cambio constitucional, lo mismo que para las elecciones locales y regionales de octubre próximo. La respuesta apropiada no es excluirse, sino intervenir, con la convicción de que el país, para mejorar, necesita que los jóvenes se involucren en la política. Porque no necesitamos menos política, sino una política mejor y, sobre todo, renovada.