La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que cerca de 1.000 millones de personas viven con un trastorno mental en el planeta y, al menos, 3 millones mueren cada año por consumo nocivo de alcohol y cada 40 segundos una persona se suicida.
Lo grave es que estas alarmantes cifras tienden a crecer por causa del covid-19, tanto que, según algunos expertos, se orienta hacia una nueva pandemia. Esta situación empeora porque pocas personas en todo el mundo pueden acceder a servicios específicos, que en el caso de los países de ingresos bajos y medios dejan al 75% de los afectados sin ningún tipo de tratamiento.
Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), Chile es uno de los países que más pérdidas de años saludables tiene por enfermedades mentales: 59% de los años de vida que se pierden por discapacidad están dados por enfermedades no transmisibles, y de esa cifra, 19% corresponde a trastornos mentales de algún tipo. En síntesis, el 35,4% de los años de vida perdidos por discapacidad en el país corresponden a alteraciones mentales.
A las enfermedades con más literatura científica se une lo que se ha venido en llamar la “tristeza covid-19”, sin estricta definición clínica, pero que afecta a una gran parte de la sociedad, con malestares reactivos ante una situación de incertidumbre continuada en materia laboral, y que ha demostrado estar asociada con mayores niveles de síntomas ansiosos y depresivos en las personas.
Aquí hay que decir que antes de la actual contingencia epidémica ya existía una crisis en estas áreas que, de acuerdo con la última Encuesta Nacional de Salud Mental, evidenciaba que 10 de cada 100 adultos y el 12% de los adolescentes presentaban algún problema de este tipo que requería atención, con el agravante de que solo 1 de cada 10 lo recibía de manera integral.
La alteración de la salud mental afecta a cualquier tipo de segmento poblacional, pero ha tenido más incidencia en aquellos que sufren de manera directa el impacto de la pandemia, desde los trabajadores de la salud a la tercera edad, desde los que perdieron su puesto de trabajo hasta los que ven peligrar la estabilidad familiar por la crisis económica, pasando por los menores y adolescentes que sufren trastornos emocionales, de conducta alimentaria o de hiperactividad.
No vivimos un paréntesis en nuestras vidas sino que se trata de un periodo disruptivo de larga duración que va a hacer mella en nuestra conciencia, individual y colectiva. Afrontar la realidad sin tapujos y buscar apoyo emocional es una manera de hacerle frente. Sin olvidar la importancia que tiene que, más allá de la gestión de nuestros sentimientos, las muy reales incertidumbres puedan empezar a despejarse.
Finalmente, resulta muy preocupante constatar que al poner este asunto sobre la mesa, aparecen estudios, diagnósticos e incluso políticas públicas que supuestamente abordan el tema de la salud mental, pero que nunca han pasado del papel a la práctica.