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Los partidos políticos son las instituciones con mayor rechazo por parte de la ciudadanía. Apenas un 1% en la última Encuesta Nacional Bicentenario 2023, que se hace cada año desde 2006.
Están desprestigiados, no albergan proyectos políticos colectivos convocantes, no están insertos en el también débil tejido asociativo de nuestra sociedad y sus dirigentes han concentrado cada vez mayor poder en desmedro de sus militantes. Tampoco cumplen una función social pedagógica y están al debe como formadores de nuevas generaciones.
Igualmente, éste y otros estudios revelan que el desprestigio de la política actual no tiene tanto que ver con que la ciudadanía no piense como tal o cual político, sino que está más relacionado con el fastidio por la disociación entre lo que dicen y finalmente hacen.
Ello demuestra que el culto a la imagen y a las estrategias de marketing solo han sido capaces de armar apenas una cáscara con los aspectos más superficiales de la relación entre representantes y representados, y eso la ciudadanía lo advierte y castiga, con la consiguiente devaluación de las expectativas sobre aquéllos.
Un 86% de los encuestados declaró no encontrar “ninguna virtud” en las colectividades políticas, mientras que en cuanto a los defectos un 91% cree que solo privilegian sus intereses, un 82% encuentra que están muy divididos, y un 95% cree que no representan los intereses de la gente.
Ante la pregunta de cómo votan los diputados y senadores, que igualan a los partidos en materia de confianza, se muestra una clara preferencia porque lo hagan de acuerdo a sus preferencias más que a los intereses del partido.
Poco ayuda también la enorme fragmentación política que hoy existe. Hay 25 partidos, más ocho en formación, lo que favorece la obstrucción y dificulta la posibilidad de lograr acuerdos. Por ello, entre otras razones es imprescindible reformar el sistema político.
Para recobrar la confianza en la política se necesitan actos decididos por parte de los partidos, los ciudadanos y el Estado. Los partidos tienen que ser proactivos y exponer públicamente, e incluso expulsar si fuese necesario, a quienes hayan incurrido en actos ilegales o que vayan en contra de la ética. Ello, sin esperar la acción de los tribunales o de algún ente regulador externo.
En lo posible debe hacerse por la vía de un proceso claro y definitivo: el goteo permanente acentúa la sospecha. Luego, los ciudadanos deben entender que la desconfianza ontológica y la falta de compromiso cívico -aquello que los griegos llamaban idiotez-, abren la puerta a la corrupción.
La desconfianza generalizada que actualmente existe no es gratuita, pues han sido los mismos partidos los que han dado sustento a la sensación de que todos, sin excepción, son ladrones o sinvergüenzas y que es mejor declararse apartidista. Es un discurso común en estos días e incluso entendible, pero ello no le quita lo burdo y peligroso al asunto, pues los partidos son esenciales para el desarrollo democrático. Su función de comunicación, canalización y expresión en la vida política de una sociedad es insustituible, nos guste o no.