Recién fui invitado como escritor destacado al lanzamiento del sexto libro que produce la Escuela Virgen del Carmen de la comuna del mismo nombre.
Y se trató de la más devota, educativa y emocionante fiesta de la lectura y la creación literaria que he asistido. De inmediato saltaron a mi vista dos hechos rotundos y únicos.
Primero, que debe ser una las pocas escuelas públicas en Chile donde por causa de un libro hay un día entero de fiesta pedagógica, de desayunos literarios, de premios, de música, de discursos poéticos, etc.
Porque los autores de los relatos, de los poemas, de los cuentos es toda la comunidad escolar: allí crear no es solo patrimonio de los niños y niñas, sino de los profesores quienes dan el ejemplo, de los padres y apoderados que escriben, de la bibliotecaria del CRA, y de los asistentes o auxiliares de la educación.
Todos, gracias a su director, Héctor Arriagada y su equipo de profesores de lenguaje donde destaca el entusiasmo de Damaris Vega y Joceline Rodríguez, que crean la corriente de entusiasmo por “Letras y Corazón”, el libro que ya va en su sexto tomo.
El otro hecho notable es que allí se levantó un monumento al libro y a la pluma. Fuera del que existe en Jerusalén, en esa escuela se encuentra acaso el único Santuario al Libro, al menos quizás en Sudamérica. Y lo más relevante: ese monumento en cemento y cal lo hizo un auxiliar, un asistente. Me inclino ante las manos de Fredy Vega, ese tan sensible y consciente artesano. Y ante Apolinario, profesor normalista iniciador de estas semillas escriturales.
En la ceremonia que encabezaba su alcalde José San Martín, con él me sentía el Bernardo O’Higgins de las letras, en el abrazo de Maipú repartiendo esas espadas libertarias que son los libros cortando la tiranía de la ignorancia.
Su apoyo libertador al libro es notorio. En mi discurso recordé el papel fundamental que jugaron mi familia y mis padres para hacerme escritor.
Comencé contándoles que si yo he podido escribir tantos libros diversos, se lo debo a mi padre que era carabinero, y a su devoción que tenía por un libro y por su máquina de escribir.
En mi hogar en verdad habían solo dos libros. El de mi madre, una biblia ilustrada, la que nos hacía leer en ronda familiar, antes de cenar o antes de acostarnos. Y el otro era un Diccionario, un Larousse ilustrado, herramienta fundamental para el trabajo de mi padre. Por eso, desde que aprendí a leer yo lo empecé a imitar.
El subrayaba en rojo cada palabra desconocida para no equivocarse en su ortografía, o si no debía rehacer todo el parte policial. Época en que la ausencia de computadores y celulares impedía el pecado nefasto de un escolar: copiar.
A los ocho años yo empecé a hacer lo mismo: subrayaba ahora en verde bajo mis propias palabras desconocidas del idioma.
Gracias a él, después en el liceo yo perfeccioné su método: en un cuaderno especial escribía toda palabra nueva que me llegaba desde mis lecturas y reproducía de puño y letra su significado. Así, más ver la pasión por las letras de profesores como Balderes Tiznado, hicieron el resto.
No quisiera pensar que la Escuela Virgen del Carmen es una isla. Pero allí, en esa comuna ocurren estas cosas sistémicas que explican el milagro: son acciones bien precisas, hechas por personas claves puestas a causa de la lucidez de ciertas decisiones comunales.
Aparte de las nombradas, una de ellas es Fidel Torres y su equipo, un gestor cultural de la comuna que notoriamente está cambiando el rostro de ella.
Porque allí hace rato ya llegaron un Baradit, un Cayuqueo, por ejemplo, y lo que es mejor aún está amalgamando una tradición cultural, que tanto él como su alcalde, como los profesores de sus escuelas, esperan que no sea solo barniz. En El Carmen las letras están empezando a llegar al corazón.