Desde que entró en vigencia del Decreto Ley 701 de Fomento Forestal, en 1974 y hasta que se “extinguió” en 2018, ese sector registró la mayor expansión de su historia, transformándose en el principal motor económico de las regiones de Biobío y Ñuble, aunque no necesariamente la riqueza que genera se ha quedado en los territorios y beneficiado a la gente que los habita.
Como contraparte, el abandono que ha sufrido el sector agrícola, por parte de todos los gobiernos, desde la dictadura cívico-militar en adelante, obligó a pequeños y medianos empresarios a competir en un escenario caracterizado por el ingreso de productos importados subvencionados por otros Estados, por el incremento del precio de los insumos y la mano de obra, por las rigideces de la legislación laboral y por las fluctuaciones del tipo de cambio, aspecto que ha tenido una fuerte influencia durante la última década.
Es así como la agricultura tradicional ha perdido terreno y hoy ya no logramos cubrir la demanda interna por algunos productos, como el trigo, maíz, arroz y las legumbres. La excepción en este complejo panorama la constituyen los productores y exportadores de frutas. Según el Censo Agropecuario 2021, lo mismo que el Catastro Frutícola 2022, el aumento de la superficie de frutales en Ñuble alcanzó las 19.221 hectáreas y representa un incremento de 35% respecto al catastro anterior, realizado en 2019 y de 76% en comparación a 1997.
En esta suerte de competencia por el uso del suelo y después de los acuerdos comerciales internacionales que suscribió nuestro país a fines de los 90 y que lo obligaron a renunciar a medidas de protección de su agricultura, la actividad forestal, dada su buena salud y altos retornos, resultó para muchos ser un mejor negocio. De hecho, en los últimos 30 años, la renta forestal llegó a ser cuatro y hasta cinco veces más alta que la renta agrícola por hectárea. Eso -bien lo sabemos- tuvo como consecuencia un aumento explosivo de la superficie de plantaciones y una permanente disminución de las hectáreas destinadas al agro.
El dispar desarrollo y dinamismo de estas dos actividades no puede ser explicado por el mero argumento de la ley de mercado, puesto que durante 40 años existió una enorme asimetría en términos de incentivos estatales, pues si bien hubo una política de fomento al riego y varios programas de apoyo a los pequeños agricultores, no se puede comparar el efecto del DL 701 en el rubro forestal con los resultados que tuvo el Indap en el mismo periodo, por mencionar un ejemplo.
En ese sentido, conviene analizar la idea propuesta por varios economistas agrarios y agrupaciones de agricultores, quienes plantean que debiese legislarse para aprobar un decreto que entregue un subsidio similar a los propietarios agrícolas, de manera que el desafío de ser potencia agroalimentaria no recaiga solo en las grandes empresas del sector, sino que sea una meta común, donde todos los actores puedan ser parte y, a la vez, obtener un beneficio.
No se trata de introducir distorsiones a los precios ni de validar el dumping, tampoco de subvencionar negocios que no son competitivos; sino que de fortalecer un sector clave de la economía nacional y regional que requiere con urgencia un impulso.