Al hacerse citadina la cultura y el hacer humano, al abandonarse la diaria convivencia con los procesos silvestres, al apartarse la gente de los ciclos arbóreo-agrícolas de las estaciones, los seres humanos de nuestro siglo, hemos perdido casi por completo la sintonía fina con la naturaleza. Se nos ha embotado la visión para ciertos fenómenos y se nos han olvidado las claves para el lenguaje secreto de las plantas, de las flores, de las aves, de los vientos, de las aguas.
Una tarde de fines de enero de 1984, en Quepe, al sur de Temuco, en casa de la difunta machi Panchita, nos sentamos bajo la sombra de un todavía precioso y anciano pellín. Allí comentamos cómo desaparecían los veneros del subsuelo o vertientes de agua, todo a causa de la erosión que ocasionan las plantaciones de pino y eucaliptus, esas “invasiones bárbaras” que arrasan hasta con el débil remanente de vegetación nativa de las quebradas más inaccesibles del hábitat mapuche. “Aquí, me dijo, me voy a quedar hasta que vuelva mi marido, porque éste es mi lugar”. Noté que me daba la espalda ya que mirando hacia la copa, empezó un breve diálogo privado con el árbol. Luego de varias “oraciones” hechas en mapudungun, donde reconocí unas “profanas” y muy familiares peticiones de la cotidianeidad hogareña, se volvió hacia mí disculpándose: “Perdona oye peñi que te dejara solo, pero es que le avisaba al árbol para que mi marido me trajera la yerba, el comino y el azufre del pueblo, porque como en la mañana el wentru (marido) partió muy rápido p’al karra (la ciudad) no alcancé a encargarle eso, p’uh oye…” Ya algo me habían hablado ciertos paisanos de eso del “teléfono mapuche”, pero nunca había tenido oportunidad de comprobarlo. Tal era el concepto que por entonces más se aproximaba, porque hace treinta años aún no estaba lo que hoy invade todo: la comunicación por conexión inalámbrica. Porque en sentido estricto esto último es exactamente lo que desde hace tres mil años tenían los pueblos originarios de América. Aquella vez le pregunté a Panchita cómo funciona esa comunicación de ella, y en síntesis, juntando sus datos y otros variados antecedentes etnográficos míos, funcionaría de este modo: Desde niña ella siempre se había comunicado con “su” árbol, el vegetal totémico donde fue enterrado su ombligo y al cual siempre la madre la hacía volver para abrazarlo y así comunicarle sus penas, o a regañarlo con insultos cuando tenía mucha rabia o coraje. Esta práctica de “educación emocional” y mediante tanto diálogo e interacción repetida, fue acostumbrando no solo a ese árbol, sino a todos los de la especie, a reconocer su voz, la cual -ante la presencia del característico timbre de voz, el password personal de Panchita- esa especie arbórea entera, como un todo unitario, reaccionaría y comunicaría lo escuchado y grabado en ella, a otros ejemplares de la especie, aunque se encontraran muy distantes. Los mapuche hablan de que “es el genio cuidador del árbol quien escucha”. Para “bajar” dichos mensajes, bastaría que similar familiaridad con el árbol la tenga el receptor, en ese caso el marido de Panchita, o bien que éste porte en su indumentaria una ramita o palito de la misma especie. Esta operaría al modo del “router” inalámbrico. Entonces, cada vez que alguien le hable a la especie, ésta reacciona o “vibra” tal como antena de Wi-Fi en dicha ramita. O bien, si el receptor no porta dicho “router”, bastaría que pase bajo la sombra irradiante de cualquier árbol de la misma especie para recepcionar o “bajar” el mensaje. Al caer la noche, al volver a casa el marido de Panchita, efectivamente éste trajo todos los encargos del pueblo que su esposa machi no había podido hacerle en la mañana de viva voz. Pensé en magia…