Señor Director:
La vida es lo más preciado de todo ser humano, nos preocupamos al máximo de protegerla. Por eso, cuando alguien acaba con su propia vida, conmueve. En verdad hay que ser muy valiente y tener razones muy poderosas para suicidarse.
En Chile hay suicidios conmovedores de actores políticos: Santiago Arcos Arlegui enfermo de cáncer se arrojó en Paris en el Sena (1874), José Manuel Balmaceda, sacado del poder, acabó con su vida en la Embajada de Argentina (1891), Luis Emilio Recabarren, al parecer por desengaño amoroso o ceguera se pegó un tiro (1924), Salvador Allende lo hizo en La Moneda (1973), el drama familiar fue mayor: se suicidaron por razones diversas su hermana Laura; su hija Beatriz y su nieto Gonzalo.
También se suicidaron los escritores, Joaquín Edwars Bello (1968) Pablo de Rokha (1968), Alfonso Alcalde (1992) y la folclorista Violeta Parra (1967).
¿Todos ellos fueron cobardes incapaces de enfrentar sus circunstancias? Desde luego que no. Su decisión merece el mayor respeto de todos los que se enteran y, con mayor razón, de quienes por su alta investidura deben calibrar que sus palabras y actitudes obran como actos pedagógicos ante la sociedad. Se ha tratado de decir que no se quiso decir lo que se dijo, con lo que se agrava el episodio: ¿Se habla primero y se piensa después? Lamentable. No caben aclaraciones si no disculpas públicas, con mayor razón cuando el agravio ha caído sobre grandes hombres y mujeres de la nación chilena. Como el podio fue rebajado a nivel de suelo, sólo merece un reproche a nivel coloquial: “¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!”.
Alejandro Witker