La mayoría de nuestra generación interpretaba en la injusticia; las carencias; las enfermedades y el padecimiento de los seres queridos, como la voluntad de Dios de poner a prueba nuestra fe. Por ello que, no era extraño, que se buscara mitigar los efectos negativos con la oración y la vista clavada en el cielo. Frente a las desventuras acumuladas (capital de gracia), la esperanza estaba puesta en la vida después de la muerte. El dogma de fe nos aseguraba que, frente a la presencia de Dios, se recompondría la dignidad y la justicia que tan esquiva había resultado en vida.
Los hogares con mayores holguras hacían uso de la compasión y la limosna para contribuir en hacer más llevadera la vida a quienes sufrían un mayor padecimiento. Al mismo tiempo, dichos actos, les permitían dar sentido a su propia vida, para comprender el exceso de privilegios que le había otorgado el creador. La respuesta de la sociedad frente a tal indolencia, usualmente era dominada por el resentimiento y, consistente con lo anterior, era acompañada de un bajo nivel de cohesión social. Para baja la presión social que era subyacente a la estructura social, los pastores buscaban calmar a la apesadumbrada asamblea citando un pasaje del Nuevo Testamento (Mateo 19, 23-30): “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios”.
A medida que personas y civilizaciones avanzaron en interconexión, se compartió el conocimiento, se expandió el límite de la ciencia y se desarrolló la tecnología, los seres humanos comenzaron un proceso natural (propio de su evolución) de desafección de los paradigmas tradicionales. En este ambiente, se comenzó a descubrir que muchas de las calamidades que ha enfrentado la humanidad, no son atribuibles a la voluntad de Dios, como en algún momento se les hizo creer, sino a la obra y gracia de la propia sociedad organizada a la que pertenecen.
En muchos casos, el padecimiento de la población se origina por causas que se pueden evitar, a saber: las zonas de sacrificio productivo; la pobreza; la injusticia social; el abuso de poder; la inseguridad e inclusive la propia muerte. En efecto, mientras en algunos hogares se desperdicia comida de calidad, en muchos hogares existe carencia para acceder a una adecuada alimentación o mientras en algunos hogares existe acceso oportuno a la salud (en cantidad y calidad), en muchos hogares la lista de espera del sistema público de salud pone en grave riesgo a la población.
Frente a este desolador panorama, ha emergido una renovada esperanza. Las nuevas generaciones han comprendido que, el paraíso y el infierno, están frente a nuestros ojos. Personas jóvenes sin carencias y que han sido criadas en una burbuja, son las que hoy día encabezan las manifestaciones sociales que dan cuenta del anhelo de la población por mayor justicia social, dignidad y felicidad. Es decir, lo que otrora estaba ausente por voluntad de Dios, hoy se reconoce que está al alcance de nuestras manos. En esta nueva realidad, no tenemos que esperar a estar muertos para disfrutar de aquello a lo que todos y todas tenemos el derecho de alcanzar en vida, por el solo hecho de ser personas.