El Estado somos todos

Raúl Escobar Poblete, alias “el comandante Emilio” del FPMR, es condenado en Chile a 18 años como autor material del asesinato de Jaime Guzmán, y a 60 años en México como autor de secuestros de ciudadanos mexicanos de alta figuración política y social. Cayó en San Miguel de Allende bajo la identidad de Ramón Alberto Guerra Valencia. Fingía ser un honesto ciudadano mexicano, presidente de una Asociación Civil, rentaba su casa los fines de semana y era propietario de una tienda de artículos de muebles de decoración. Vivía cómodamente con su esposa española en la colonia Nigromante y se vinculaba con la alta sociedad de San Miguel de Allende, desde donde seleccionaba a sus víctimas. Llegó a México en 1998, por lo cual hablaba con un casi perfecto acento mexicano.
Cayó el 30 de mayo del 2017, casi veinte años más tarde, se acerca a un taxista y le pasa una pequeña caja con una dirección donde debía llevarla. Le paga con un billete equivalente a unos 50 dólares, y le dice que se quede con la diferencia. Ese fue su error, al taxista le llama la atención lo abultado del vuelto y abre la pequeña caja, en su interior había un dedo cercenado a una mujer secuestrada. El dedo era la prueba de vida exigida por su esposo para pagar el rescate.
¿Qué hizo el taxista? Llamó a la policía, informa de su hallazgo, y les informa que el ciudadano mexicano que le hizo el encargo lo sigue detrás en una camioneta. La policía localiza al taxi y le da indicaciones para que pase a una gasolinera. Escobar lo sigue detrás, hasta allí llega la policía y lo detiene. Una vez descubierta su verdadera identidad, es condenado a un total de 78 años sumando las condenas de Chile y México.
En Chile, 11 años más tarde, un sicario asesino que salió caminando desde la cárcel como “Pedro por su casa”, tomó un taxi, pagó $2.500.000, y luego de más de 20 horas llegó a Iquique. El taxista tiene que haber escuchado llamadas, podría haberse preguntado porque pagaba $2.500.000 de pesos cuando un pasaje en bus cuesta no más de 60.000 pesos en salón cama. Por último, podría haberse preguntado cómo un joven venezolano disponía de esa cantidad de dinero, pero nada de eso ocurrió. En alguna parada pudo llamar a la policía para que hiciera los controles correspondientes. A diferencia del taxista mexicano que permitió la detención del” comandante Emilio”, el taxista chileno nada hizo.
Aquí caben dos hipótesis: o el taxista es parte de la banda criminal, o es como muchos chilenos: individualistas, carentes de conciencia e incapaces de entender que la seguridad también es un problema y una responsabilidad de todos.
Es válido preguntarse qué tiene que pasar para que reaccionemos como sociedad y seamos parte de la solución y no pasivos observadores del problema. No queremos llegar a los niveles de criminalidad de México para reaccionar. Siempre será mejor prevenir que curar, tal vez llegó la hora en que asumamos que el “Estado somos todos”, y no el gobierno de turno ni menos los francotiradores que a diario dan un triste espectáculo en la farándula mediática.