Investigaciones realizadas por académicas de la Universidad de Chile y del Centro de Investigación Infantil Helleum de la Universidad Alice Salomón (Alemania) concluyeron que los niños y niñas chilenas tienen un déficit de juego que superaría las 6 mil horas.
Según las estimaciones, tanto dentro como fuera del colegio, un niño chileno juega en promedio 8.760 horas hasta los siete años: 2.190 horas entre los 0 y 2 años, 4.380 horas entre los 3 y 5 años, y 2.190 horas entre los 6 y 7 años.
Conviene señalar que el término “juego”, en su significado amplio y tradicional, equivale a diversión. Más estrictamente, tratadistas del tema lúdico se han referido al juego como un modo de descarga necesario de la energía vital del organismo, entre otros caracteres que lo definen. Esto lo perciben claramente los padres que procuran dar a sus hijos la oportunidad para que liberen la energía acumulada, actividad que, por otra parte, se estima como un indicio de buena salud, a diferencia del niño que no juega y por eso hace pensar que padece un estado enfermizo.
Ahora bien, el juego -que se manifiesta desde la vida de la guagua a través de movimientos que progresivamente se van tornando más complejos- es definido como una forma de tensión que se resuelve con alegría. Cabe destacar que el juego infantil no es mera broma, pues el niño tempranamente lo encara con “seriedad”, en función de sus demandas físicas y psíquicas que, cuando son gratificadas, mueven al menor a pasar de la seriedad a la risa.
En efecto, la influencia del juego, tan positiva para la motricidad, por ejemplo, y para el despertar de las funciones mentales, posee también un rol decisivo en lo que concierne al desarrollo de la vida social, precisamente porque esos juegos están reglados y, para que sean posibles, los participantes infantiles tienen que aprender a respetar “las reglas del juego”.
Está claro, entonces, que el desarrollo infantil deseable tiene al juego como aliado necesario. Tan importante es la función lúdica que la Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada por las Naciones Unidas en 1989, ha consagrado el derecho a jugar.
De acuerdo con el déficit de horas de juego que afecta a nuestros niños y niñas, cabe preguntarse sobre las causas que limitan una actividad tan reconocida y valorada en las etapas de crecimiento y desarrollo humanos. Algunos de esos factores de incidencia son bien conocidos, y su presencia en los hogares no sorprende y su utilidad no se discute en la actualidad. Nos referimos al computador y al teléfono. En ambos casos los efectos adversos para remarcar son indirectos con relación al tema, ya que se concentran en “robar” el tiempo que los niños podrían dedicar al juego y sus logros biopsicosociales.
Es una paradoja que, a la vez que se exalta el valor del juego y el derecho de jugar de los menores, también se lo va limitando. En una época en que hay tan clara conciencia del valor del juego sorprende apreciar un descenso en las horas que los niños pueden dedicarse a jugar libremente y en un espacio adecuado.
El problema está latente en muchos hogares y corresponde a los padres establecer los límites razonables a las actividades de sus hijos, de modo que el juego, medio insustituible de formación, tenga su tiempo y su espacio.