Son aproximadamente 100 mil los ñublensinos, la mayoría residentes de comunidades rurales, que viven con lo mínimo no solo desde el punto de vista de los ingresos, sino que con muchas otras carencias.
Así lo confirman la última entrega de la Encuesta de Caracterización Socioeconómica (CASEN), y estudios del Observatorio Laboral de Ñuble y otros elaborados por el INE, Flacso e incluso el Banco Mundial. Todos coinciden en que después de La Araucanía, Ñuble es la segunda región más pobre del país en la medición por ingresos (20,6%), y presenta una elevada pobreza multidimensional (22,4%). Esta afecta preferentemente a las comunas rurales de Itata, pero también a algunas de Punilla y Diguillín.
Además, un alto porcentaje de viviendas no tiene acceso al agua potable (18%), y tiene baja calidad constructiva (22%). El primer indicador fluctúa entre 22% y 69% en catorce comunas.
Por otra parte, en salud, un 85% de la población está afiliada a Fonasa en tramos A y B, y existe un alto porcentaje sin ningún tipo de cobertura, sobre todo en Itata. En el mercado laboral, los sueldos más bajos (agricultura) llegan a apenas el 36% del sueldo promedio nacional.
Por último, un 87% del gasto público en Ñuble corresponde a gasto social, y menos de un 4% se hace en sectores productivos.
Tales indicadores debieran reabrir un debate -olvidado e incómodo- sobre la porfiada incapacidad que tenemos para superar la pobreza y el fracaso de sucesivas políticas públicas que, independiente del gobierno de turno, comparten un enfoque que concibe a la política social como un paliativo para aligerar el impacto de decisiones económicas, y a los sectores más vulnerables como objetos pasivos de las políticas socioeconómicas. Son dos caras de una misma moneda que hay que dejar atrás.
Tras la recuperación de la democracia, hace 30 años, se creyó que la inversión y el crecimiento, provenientes de reformas económicas, alcanzarían también a los sectores más vulnerables. Sin embargo, esta opción del “chorreo” no funcionó.
En ambos casos la política social surge como una medida tardía que busca remediar los efectos de la política económica. La sugerencia de organismos internacionales, partiendo por la OCDE, es que Chile debe romper con este enfoque erróneo y avanzar hacia un nuevo paradigma que comprenda a la política en su conjunto como política social. Concebida correctamente no existe, por ejemplo, división entre política económica y política social; son y deben ser la misma cosa, un paquete indivisible que contribuya a la integración y al bienestar de las personas.
En el combate a la pobreza, el proceso de integración social no puede ser solo de arriba hacia abajo, o sea del Estado hacia las comunidades marginadas. Hay que dejar de ver a las personas en situación de pobreza como objetos pasivos de políticas para que se conviertan en sujetos activos: de receptores de asistencia a agentes con la capacidad para dirimir sus propios destinos. Solo así será posible pasar de política del clientelismo y la dependencia de subsidios a la política de la ciudadanía y de las oportunidades.