Desequilibrio de poder
Share This Article
Son muchos los derechos ya sancionados por la cultura que no tienen capacidad de generar conciencia, organización y poder de influencia. El derecho a un ambiente saludable, por ejemplo, tiene capacidad de organización débil por su misma índole difusa, salvo en temas puntuales como una obra que amenace un sitio de alto valor ecológico o la calidad de vida de una comunidad.
Un aspecto de este problema de desigualdad y asimetría en la influencia de la vida pública es que la democracia se legitima con la participación de los ciudadanos. El economista norteamericano John Kenneth Galbraith escribía que en Estados Unidos habitualmente votan “los satisfechos”, es decir, los que tienen resueltos los problemas básicos de la vida. En síntesis, quedarían con débil representación política los derechos de los que menos tienen.
Por cierto que cada país es distinto en este aspecto e incluso en muchos puede ser aún peor, porque la gente privada de derechos económicos y sociales es frecuentemente escéptica respecto a contar con poder político en la sociedad. De una u otra forma, lo que sí está claro es que no existe equilibrio en su distribución.
Todo este razonamiento debería llevarnos a comprender que la democracia implica mejor distribución del poder. Los griegos -que la inventaron- excluían de esa distribución a las mujeres y a los esclavos: la igualdad pertenecía a los pater propietarios. Mucho cambió el mundo desde entonces, pero no en que la relación entre los derechos económicos, sociales y el poder es dialéctica, y se influyen mutuamente.
Por eso es que el crecimiento del poder democrático del ciudadano implica también un proceso redistributivo; de lo contrario, existe solo una democracia formal, de apariencia. Y para eso no alcanzan solo el crecimiento económico, hace falta también algún recorte de privilegios de grupos que los obtuvieron en momentos que tenían aún mayor poder.
Ese es hoy el gran desafío ante el excesivo centralismo que sufrimos, pues al ser un país unitario con un proceso de regionalización concebido sin discusión y participación ciudadana, hoy sufre de forma aguda el desequilibrio entre el exceso de atribuciones del poder central y la urgente autonomía regional y local.
Por eso ha llegado la hora de confiar en las capacidades locales, y entregar recursos y facultades a sus líderes y habitantes. La elección de gobernadores regionales a través del voto popular, no es la solución, pero sí parte de ella, por lo que sería una verdadera incoherencia y una bofetada a las regiones retrasar la elección planificada para octubre de 2020.
Ha llegado la hora de romper el inmovilismo. Tener la posibilidad de deliberar y asumir sus propias realidades, teniendo como líderes de las regiones a hijos de sus propias tierras sería un muy buen comienzo.