El envejecimiento poblacional constituye un índice de alta significación en lo que concierne a la estructura social de Ñuble, no solo a causa del incremento de personas de edad avanzada, sino también porque esa notable transformación se produce junto con una reducción gradual de los miembros de las generaciones más jóvenes.
Esta doble conjugación de factores: baja fecundidad y alta esperanza de vida, nos han convertido en una de las regiones más envejecidas del país y las estimaciones del Instituto Nacional de Estadísticas (INE) conocidas esta semana establecen que para 2035 este fenómeno será aún más profundo, expandiendo las necesidades de la población mayor no solo a la atención médica, sino también a viviendas adecuadas, alimentación diferente, actividades de tiempo libre y vida sana, y también de ocupación de sus capacidades y habilidades que no se acaban con la edad de jubilación, hoy de 60 años para las mujeres y 65 para los hombres.
Pero el tema no se agota allí. Desde la óptica de los afectos, por ejemplo, atender la soledad social o la soledad emocional que no se resuelve con una compañía, es también una prioridad. Es cierto también que muchos adultos mayores no recurren a las redes de contención que ofrece el sistema, en parte porque éstas no siempre son las más adecuadas.
Por otra parte, no deja de sorprender, tristemente, que las familias no extremen los esfuerzos para contener y acompañar afectuosamente a sus mayores al punto que cinco de cada diez refiere no sentirse valorado. La vulnerabilidad y la necesidad del otro que se asocian a esta etapa de la vida, tantas veces signadas por enfermedades, se asemeja mucho a la de los recién nacidos, igualmente desvalidos si quedan librados a su suerte en solitario.
Las sociedades contemporáneas han entronizado a la producción como valor primario de la vida, y ello genera, como consecuencia, un disvalor profundo para quienes se encuentran al margen de ella. Los adultos mayores ya no son respetados ni apreciados por su autoridad ni por su sabiduría, como ocurrió en otras organizaciones humanas que nos precedieron, y su presencia es percibida como una carga económica para quienes permanecen activos.
Pero lo más grave no es solo que no reciban lo suficiente, sino que no se valore su derecho a dar. Porque a quien no se le permite dar se lo condena a una exclusión simbólica que es mucho más profunda y que acaso sea la matriz de la exclusión social.
Como sociedad nos comportamos en forma contradictoria: por un lado, buscamos afanosamente prolongar la vida y, por el otro, no nos hacemos cargo de adecuar la estructura social al nuevo orden.
Por eso, hoy el mayor desafío de nuestra sociedad es mitigar los efectos económicos del envejecimiento poblacional y atender psicosocialmente las necesidades de este segmento injustamente castigado. Indudablemente, va en ello nuestro propio futuro.