Con frecuencia, los defensores del voto voluntario en Chile han argumentado a favor de éste recurriendo a ejemplos de las democracias más desarrolladas de Occidente. Una profunda equivocación, porque Chile no es de aquellas. Es una democracia aún muy joven, con solo 28 años renaciente de la dictadura militar y hoy enferma con el virus de la desconfianza popular. Y esto último ocurrió porque el dinero de los poderosos se entrometió en la política para comprar y asegurarse beneficios para sus bolsillos, o para financiar a tal o cual campaña y luego pasarle la cuenta.
Declarar el voto voluntario fue un grave error de quienes así lo decidieron en el Parlamento, mareados de populismo y modernidad irresponsable. Fue el precio a pagar para la inscripción automática, poniendo al mismo nivel dos obligaciones de importancia asimétrica: la de inscribirse y la de votar.
De hecho, hoy no pocos de aquellos que promovieron el voto voluntario están arrepentidos. Los altos niveles de abstención desde 2012 a la fecha solo han pavimentado el camino para que las minorías resuelvan materias fundamentales para el país. ¿Las reformas que necesita el Estado de Chile, las va a decidir una minoría con un 35 por ciento de votantes?
Es absurdo y por eso debemos asumir que el sufragio es un deber ciudadano y también un derecho, pero un derecho que debe declararse irrenunciable y por lo mismo, el país debería volver al voto obligatorio, iniciativa que la semana pasada comenzó a discutirse en la Sala del Senado, donde ya se advierten las diferentes posiciones ideológicas y tácticas, pues a no todos los sectores políticos les conviene que el voto sea obligatorio.
Pese a La inscripción automática ya cumplió su objetivo, y volver a reconocer el estatuto constitucional que tiene la obligatoriedad del voto, en la actual crisis de representación que algunos políticos pretenden olvidar o tapar con la pandemia del covid-19, es un camino para reconectar los intereses de los ciudadanos con los de sus representantes políticos.
Chile experimenta un desencanto democrático que pone en riesgo los cimientos de nuestra república, perfilándose cada vez más una democracia sin demócratas a la que por ningún motivo deberíamos acostumbrarnos.
Decía Albert Camus que la tiranía no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre las faltas de los demócratas. Ha llegado la hora de revertir ese infeliz presagio y así como el Estado chileno debe velar por aplicar medidas correctivas que vayan en la dirección de revertir la desconfianza popular en la política y sus partidos, asimismo debe impedir que nuestra joven democracia siga siendo digitada por minorías que con demasiada frecuencia han antepuesto sus propios intereses al bien común.