Completamente ajena a la voz del mundo social y de las demandas ciudadanas, la discusión política de las últimas semanas ha dejado mucho que desear. Entre quienes han participado de ella ha predominado, en la mayoría de los casos, un ánimo más de disputa que de diálogo. Pareciera que nadie tiene la menor intención siquiera de escuchar a la contraparte. Y, a la menor provocación, ante el menor desacuerdo, cada uno vuelve a su trinchera para disparar.
Es obvio que lo anterior no lleva a ninguna parte, y menos a aportar claridad a un momento que podría definirse de rebaraje psicosocial, donde el país está siendo remecido en todos los ámbitos: cultural, étnico, político y económico.
No se trata, en todo caso, de obviar las diferencias o pedir que cada uno ceda en aspectos que considera irrenunciables. Se trata de tener una actitud distinta, de no ver al otro simplemente como enemigo. Además, no es cierto que, incluso en medio de las discusiones más complejas y radicales, no existan puntos de acuerdos, aunque sean mínimos.
Muchas veces nos conformamos con la primera impresión para confirmar el prejuicio y volver al ataque. El peligro de esto es indudable: crear discusiones fantasmas, dar palos de ciego. Esto, lógicamente, termina por dañar nuestra discusión pública y alejar las posiciones más de lo que en realidad están.
Por otro lado, este clima de irracionalidad es un caldo de cultivo para que las opiniones más insensatas predominen y las voces más meditadas sean silenciadas.
¿Cómo superar todo esto? Por de pronto, es necesario cambiar la forma en que nos aproximamos a las posturas que divergen de la propia. Ello implica un trabajo personal, de carácter. En la medida en que cada uno comience a escuchar antes que criticar, a estar abierto intelectualmente a encontrarle la razón al otro, se habrá dado un paso no menor.
Algo que conviene tener presente es que detrás de toda postura siempre -o casi siempre- subyace una visión del hombre que se desea resguardar. En el caso de quienes defienden el actual sistema de pensiones -por poner un ejemplo contingente- lo hacen porque creen que no hay nada mejor, para la economía y el bienestar social, que un sistema basado en el ahorro individual. En cambio, quienes se oponen argumentan que la capitalización individual no es más que un beneficio para el capital, incapaz de aportar la solidaridad que requiere un buen sistema de pensiones.
Es evidente que uno está equivocado y el otro no. Pero también es evidente que el binomio “buenos y malos”, por más atractivo que sea desde el punto de vista retórico, no logra reflejar el trasfondo de las diferencias, convirtiendo en triviales ambas categorías.
A dos meses del estallido social que cambió a nuestro país, urge que demos un paso hacia la sensatez, antes que estas discusiones que, en rigor, son las más relevantes para nuestra sociedad, dejen de tener sentido. A todos nos compete hacernos cargo de este desafío que tiene que ver, a fin de cuentas, con cuidar nuestra democracia.