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Cuando estudiar en la universidad se vuelve indigno

Señor Director:

Imagine el metro de Tokio en hora punta: personas apretujadas, subiendo los vagones a la fuerza, a palos para que quepan. Una imagen de desesperación y falta de dignidad, algo no muy distinto a lo que viven los estudiantes de una universidad religiosa en Chillán, donde matriculé a mi hijo esperando una formación académica y humana de calidad. En cambio, encontramos otro panorama.

En su carrera, superan los 60 alumnos, pocas salas tienen esa capacidad. Varios se quedan fuera del aula, intentando oír desde afuera. Han tenido clases en un auditorio y en un salón de la biblioteca, con butacas sin mesas, difícilmente tomaron apuntes. No hay espacio para el servicio educativo.

El campus es amplio y hermoso, a 12 km de la ciudad, pero la infraestructura es insuficiente. No hay locales de comida cercanos, y el casino interno, para 150 personas, no cubre a miles de estudiantes. El resultado: jóvenes almorzando en el pasto, acosados por perritos callejeros. Es antihigiénico y humillante. Esta universidad cobra aranceles elevados, pero ni así garantiza condiciones dignas.

¿Qué pasa con las autoridades? ¿Dónde está el vicerrector académico, que debería velar porque el proceso educativo se desarrolle en condiciones adecuadas?

Volviendo a la metáfora del metro, aquí solo importa llenar los vagones, sin importar el costo humano. Si bien es un trato entre privados, es engañoso, y los estudiantes y sus familias que confiamos en la educación como herramienta de crecimiento, no merecemos este trato humillante.

Juan Carlos Méndez Pérez

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