Sin duda que fue un acto de autonomía criolla lo de la Junta del 18 de Septiembre de 1810. Pero más tuvo de proteccionismo institucional colonial y lealtad a los intereses del Rey de España. Y de protección de los propios intereses de la aristocracia santiaguina, realista y clasista. Misma aristocracia que muy luego despreciaría al “huacho Riquelme”, cuando ya gobernante abolía sus títulos nobiliarios. Ellos conspiraron también para rebajar los signos sureños de la primera bandera.
Por mandato de Bernardo O’Higgins, la elaboración de la bandera de la Patria Nueva fue responsabilidad de Ignacio Zenteno, quien al parecer encargó el diseño a Antonio Arcos. Pero hay quienes señalan que este fue realizado por Gregorio de Andía y Varela. La misma discusión dividida para la primera confección: se afirma que fue obra de Dolores Prats de Huici. Pero da la impresión que –por las fechas y por la Jura de la bandera que se hizo en el sur- la primera fue de manos de las hermanas Pineda de Concepción.
Recordemos que la Declaración de la Independencia fue fechada en la ciudad de Concepción a 1 de enero de 1818, y aprobada y firmada por el Director Supremo Bernardo O’Higgins en Talca el 2 de febrero siguiente. Por su parte, la ceremonia de Jura de la independencia se realizó en Santiago el 12 de febrero del mismo año, fecha del primer aniversario de la batalla de Chacabuco. Resulta lógico pensar en requerir el símbolo del pendón ya en las instancias de declaración y firma, pues toda la fuerza guerrillera patriota que se desplaza desde Santiago hacia el sur, termina concentrándose en Concepción y Talcahuano, a la espera de refuerzos. Para las hermanas Pineda, quienes en su taller de costuras habrían hecho nacer la bandera en Concepción (se habla que esa confección fue para la fiesta de la Virgen del Carmen, patrona del naciente ejército nacional, en noviembre de 1817). Así ellas incluirían la estrella de Arauco, en cuanto “lucero del alba”, el que naturalmente correspondía a una cara devoción de ellas: era uno de los apelativos de la Virgen María, que en latín se le llama “stella matutina”. Si bien la estructura y los colores son similares a los de hoy, varios detalles distintivos llaman la atención. Primeramente, constaba de dos escudos diferentes al centro (uno por cada lado).
Por otra parte, incorporaba –dentro de la estrella pentagonal– una de ocho puntas, la mencionada wünyelfe, que en la tradición mapuche representa a Yepun, al planeta Venus, y que fue usada por Lautaro en su pendón de guerra. Habitualmente en las ceremonias del Wallmapu se le representa con una estrella octogonal o una cruz blanca foliada sobre un campo azul. Pero las diferencias no se detienen allí: las dimensiones de esta bandera eran muy distintas a las de la actual, pues estaba concebida en función de la razón áurea, la proporción del crecimiento divino de la naturaleza.
Es más que probable que Bernardo O’Higgins celebrara aquí en el lado norte del Bío-Bío, la dicha declaración de la naciente patria mestiza, sobre un rústico mesón de roble, repartiendo, en una negra jarra de Quinchamalí en la mano, un vino muy tinto del Itata, jurando con un ¡Salud por la nueva patria de Chile! y agarrado de esa primera bandera de las Pineda. Se impone entonces recuperar ancestrales símbolos, materiales y patrióticas bebidas. También fechas. En una palabra, “ensurecer” Chile, que es otra forma de decir regionalizar el país. Porque así lo marcó el destino en el comienzo de la patria. Corregir el mal relato de nuestra historia, manipulado por los intereses de las elites pudientes de Santiago,será entonces la oportunidad de la nueva Constitución.
En buena hora, porque nosotros los chilenos, en cuanto mestizos, siempre hemos tenido dos patrias superpuestas: el ecosistema original -el antiguo Chillimapu mapuche, de donde “migramos” y que se nos ha negado- y el Chile incaico-español-republicano-occidental, que se nos ha querido imponer como única identidad.