Dicen los expertos en rehabilitación que la sociedad, es decir, cada uno de nosotros, también tiene responsabilidad en los cambios culturales que se necesitan para terminar con el problema de la drogas. Una cosa es segura, agregan, esta batalla no se ganará por reacción ante hechos circunstanciales, por más dramáticos y penosos que sean. Comunidades como la nuestra, se han visto impactadas en días recientes por episodios de violencia y crueldad protagonizados por jóvenes vinculados al tráfico y consumo de drogas.
Con frecuencia se plantean teorías que centran la cuestión de la drogadicción en un problema económico. Y es verdad que la droga mueve enormes cantidades de dinero en todo el mundo y que muchos delitos del crimen organizado están asociados, pero nunca debemos olvidar que en el centro del problema no está la droga, sino la persona que se droga.
Los drogodependientes provocan rechazo. Es como si fueran ellos los únicos responsables de su situación, como si la sociedad a la que todos pertenecemos no tuviera nada que ver con el estado de cosas que lleva hoy a tantos jóvenes y adultos a buscar en la droga un refugio para el doloroso descontento en que viven, producto de fuertes frustraciones y desconfianza en estructuras sociales que los marginan.
La persona que recurre a la droga padece un malestar profundo que lo inclina a buscar un rápido bienestar a través de placeres transitorios como fin último de su existencia, escapando de una situación personal que lo agobia y que no se siente en condiciones de enfrentar. Se dice que no hay que criminalizar al adicto y no cabe duda de que así debe ser.
Pero el camino de la criminalización del adicto empieza mucho antes, cuando la contención es insuficiente en los espacios comunitarios o en el ámbito de la educación formal y no formal. Cuando son escasas las oportunidades de inclusión social y no se ofrecen propuestas que den un verdadero sentido de la vida a los jóvenes. Cuando se les dificulta en lo cotidiano el acceso a la salud y a la justicia. O cuando los medios de comunicación imponen una mirada estigmatizada de los jóvenes: pobres, adictos, delincuentes y peligrosos. Todo eso es parte del camino de la criminalización del adicto.
Se sabe que no hay recetas mágicas, pero también se sabe que no cargando culpas ni impotencia, sino poniendo el esfuerzo en acciones concretas basadas en propuestas superadoras de esta realidad que nos aflige e interpela, se podrá avanzar significativamente en la reducción de los daños que provoca la droga.
En este contexto se percibe una ausencia histórica y estructural del Estado frente a esta situación y no se trata de ningún Gobierno en particular, sino de un problema que como sociedad no terminamos de asumir.