Desde la administración Bernucci en adelante, nunca ha existido una real voluntad de la autoridad por regularizar la situación de los vendedores callejeros en Chillán, pues la política ha sido otorgar más permisos a medida que la demanda crece o se acerca alguna elección.
Ha costado hacer entender a las autoridades que una medida con un loable objetivo social, que es facilitar el trabajo informal a personas de segmentos de alta vulnerabilidad, ha generado más impactos negativos que positivos, como el cierre de Pymes que no pudieron competir con las ofertas de la calle o el aumento de la delincuencia.
No está demás recordar que un ambulante no paga impuestos, patentes ni permisos; no cumple leyes laborales ni sanitarias; obstruye el desplazamiento por la vía pública, concurriendo como factor de aglomeraciones y delincuencia; y constituye una competencia desleal para el comercio formal.
Previo a la pandemia, el problema ya estaba fuera de control, mientras los carabineros poco podían hacer cuando los ambulantes exhibían sus permisos. Con el tiempo, se sumaron los migrantes extranjeros y la cifra de vendedores siguió en aumento, pasando a integrar redes de distribuidores mayoristas, como el último eslabón de una cadena de dudosa legalidad.
Luego, sobrevino la crisis sanitaria y miles de empleos se destruyeron en Chillán, lo que presionó el aumento de los ambulantes.
Naturalmente, ningún alcalde quiere ver a sus vecinos perseguidos por Carabineros, menos si ocurre a la vista de los transeúntes, quienes, a través de las compras, también contribuyen al desorden.
En ese escenario, la permisividad se extendió y en las veredas de la ciudad cada vez se hizo más difícil transitar o mantener el distanciamiento físico.
Este fin de año, con una economía que crece a dos dígitos, un desempleo inferior al 7% y una gran cantidad de circulante gracias a los subsidios del Estado, en vez de reactivar las restricciones, el municipio extendió permisos provisorios para quienes envuelven regalos y les otorgó parte de la calzada de calle El Roble para instalarse. La medida, sin embargo, en la práctica se tradujo en más desorden, porque el espacio fue ocupado por un número mayor al previsto y hay vendedores de distintos productos que sí representan una competencia para el comercio establecido, porque ni siquiera Carabineros se atreve a fiscalizar, porque nadie respeta las medidas de prevención sanitaria y porque la congestión vehicular y peatonal hacen tan difícil transitar por el centro que resulta imposible para los servicios de emergencia acudir con rapidez ante una eventualidad. De hecho, la muerte de una mujer en la vía pública mientras esperaba la llegada de la ambulancia, hace diez días, jamás se borrará de los recuerdos del alcalde Benavente, quien incluso llegó a levantar la idea de cerrar dos cuadras de calle El Roble para el comercio informal.
El comercio ambulante es un problema serio, con sus implicancias sociales e impactos negativos, razón por la cual requiere medidas inteligentes y eficaces, probablemente impopulares, porque no se trata de una situación coyuntural de fin de año ni de un fenómeno tolerable en un contexto de crisis, sino de una excepción que se arrastra por décadas en Chillán y que cada día se justifica menos.