En el actual debate político tras la movilización social originada por la crisis de confianza ciudadana en las instituciones y sus representantes, se ha generado consenso sobre un nuevo rol que ha adquirido la sociedad civil en representación de los intereses colectivos, que en nuestro ordenamiento son definidos en el Poder Legislativo, instrumentados en el Poder Ejecutivo y controlados desde el Poder Judicial.
Consecuentemente con este empoderamiento de la sociedad civil, desde el pasado sábado se han ido realizando diálogos ciudadanos y cabildos abiertos, impulsados por organizaciones comunitarias y universidades, con el objetivo de recibir propuestas para una nueva agenda social y política. En este contexto, hasta ahora en Chillán, las instancias de mayor convocatoria y diversidad social han sido las convocadas por la Mesa de Unidad Social de Ñuble y la Universidad de Concepción. En las primeras, temáticas como medio ambiente, derechos de las mujeres y educación han marcado la pauta; mientras que en la casa de estudios el foco ha estado en debatir cómo el conocimiento universitario se traslada a la política pública para perfeccionarla.
La apuesta que se está haciendo sobre esa abstracción que llamamos sociedad civil es grande y nos plantea una interrogante clave: ¿existe la conciencia colectiva para construir en conjunto la cultura participativa que la alicaída democracia chilena requiere con urgencia?
Desgraciadamente, hemos construido una sociedad en la que parece primar el individualismo y el consumismo y un cómodo -pero peligroso- aislamiento de los asuntos públicos. Sumarse a una manifestación puede llevar a compartir un sentir social durante un par de horas, pero cualquier acción que pretenda conseguir resultados sostenibles debe articularse de otra forma para no diluirse en el tiempo.
Lamentablemente, la historia reciente aporta más escepticismo que optimismo en torno a esta aspiración, ya que las pocas políticas públicas que han intentado promover una mayor participación ciudadana han fracasado. Los presupuestos participativos y los consejos de la sociedad civil han sido una declaración vacía, el sistema de audiencias públicas una promesa incumplida y la ley 20.500 está llena de imperfecciones.
Frente a los sentimientos de orfandad y falta de representatividad, parece utópico exigir una renovación total de nuestros cuadros políticos, pero mucho cambiaría si la ciudadanía recuperara activamente espacios, interviniera para consensuar agendas, exigiera transparencia en la administración del Estado, ayudara a combatir la corrupción y la impunidad, interpelara por las vías institucionales a las autoridades y contribuyera mediante la participación en las urnas en la renovación de los liderazgos políticos.
Cada vez parece más perentorio tomar conciencia sobre la responsabilidad que nos cabe a cada uno como ciudadanos, alejándonos de una identidad colectiva, abstracta y amorfa que nos garantiza el anonimato, pero que poco aporta a la mejora de la calidad institucional en tanto que nos exime de hacernos cargo individual, activa y comprometidamente de nuestro presente y, por ende, de nuestro futuro.