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Es sabido que en los “promedios” muchas veces se esconden realidades muy distintas y disfrazan otras que no por conocidas, muestran atisbo de cambiar. La inequidad territorial y el centralismo son ejemplo de aquello.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ha entregado tres informes sobre la
desigualdad en Chile y en todos pone como factor clave la creciente inequidad territorial, entre un poder central cada vez más rico y regiones y provincias cada vez más pobres. En síntesis, los tres informes confirman que el destino de los chilenos depende en buena medida de dónde nacen, crecen y trabajan, y no tanto de sus capacidades y esfuerzos.
Mientras la mitad de las comunas de Ñuble presentan porcentajes de pobreza por ingreso superiores al 30%, en
Providencia y Vitacura esa cifra alcanza al 3%; y si en las zonas urbanas el promedio de pobreza multidimensional
es de 18%, en las zonas rurales llega al 37%. El ingreso per cápita a nivel nacional se acerca a los 30 mil dólares, pero la diferencia entre la región más rica y la más pobre es cercana a 200%.
Enfrentar esta desigualdad territorial implica un cambio copernicano, pues supone una nueva forma de relacionarse con los territorios y una nueva agenda de políticas públicas capaz de garantizar que los habitantes de cada región tengan similares oportunidades de desarrollo y bienestar.
Lamentablemente, la posibilidad de cambio que traía una nueva Constitución se diluyó con el fracaso de los dos
procesos constituyentes. En ambos -con matices- se establecía un marco de orientación de la acción pública hacia la reducción de brechas entre los territorios, reconociendo las disparidades existentes, la necesidad de abordarlas de modo asociativo, con planificación y niveles de autonomía que resguardaban el carácter unitario del Estado, no su fragmentación como mañosamente intentaron hacer creer algunos sectores, sobre todo en el primer experimento constitucional. El segundo, en tanto, pese a ser controlado por sectores conservadores, también proponía un nuevo encuadre que permitía avanzar posteriormente en normativas y medidas administrativas específicas que serían objeto de deliberación en el Congreso. Eran, sin duda, una superación
del tantas veces denunciado “pensar Chile desde una oficina en Santiago” y ofrecían una comprensión de los territorios y de sus actores como interlocutores válidos.
Pero sabemos cómo terminaron ambos, y de las desigualdades territoriales, esas que existen entre las regiones y la capital, entre las zonas rurales y las urbanas, entre las comunas de altos ingresos y las comunas de bajos ingresos, hoy ya ni se habla. Mientras tanto, las más centralistas y desprestigiadas de nuestras instituciones, como son los partidos políticos y el Congreso, respectivamente, se empecinan en resaltar antinomias y sacar pequeñas ventajas políticas.
Una amplia mayoría de la población nacional (80% según la última encuesta Barómetro Regional) manifiesta estar
de acuerdo con descentralizar el país. Es evidente entonces que la ciudadanía reclama una nueva visión que sea capaz de sacar a las regiones del estancamiento que las condena a la insignificancia. Una visión del futuro que ha pasado de largo, torpedeada en sus intenciones por políticos de todos los colores que no están dispuestos a renunciar a ventajas y privilegios, a cambio de disminuir las brechas y superar un centralismo que hace agua por todos lados.