La movilización social que pronto cumplirá un mes ha ido dando paso a una inédita y profunda reflexión sobre nuestro desarrollo económico y social. ¿Podremos terminar con las enormes desigualdades? ¿Qué sugiere nuestra historia al respecto?
Si bien las preferencias han cambiado coyunturalmente a lo largo de la historia, ésta nos sugiere que la inmensa mayoría de los chilenos ha esperado y espera que “el sistema” les permita progresar económicamente, en libertad y respetando la natural diversidad de nuestra población. Para ello, hace casi cinco décadas adoptamos una economía de mercado bajo el supuesto de que era un sistema que permitía compatibilizar progreso material con libertad política.
Lamentablemente, lo que no se entendió era que para superar las desigualdades que el modelo económico acentúa se requerían políticas públicas que suponen un mayor protagonismo del Estado para concebir e implementar estrategias de mediano y largo plazo que, ciertamente, deben respetar la iniciativa privada y el principio de libertad de emprendimiento, pero que también deben -por vocación- ser un factor esencial de igualdad y bienestar social.
La defensa irrestricta del actual modelo ha identificado tales estrategias como sinónimo de trasnochada planificación socialista, pero ello supone un prejuicio que sería conveniente desterrar, como condición previa de un debate profundo y constructivo.
Los excesos o efectos perversos de la planificación económica no anulan su legitimidad. En efecto, varios países de Latinoamérica se trabaron en excesos de estatismo y falta de libertades individuales, e incorporar esa experiencia a nuestra discusión es importante, pero no de la manera como se ha acostumbrado hacer hasta ahora, mostrándola como la inevitable consecuencia de cualquier cambio de transformación política y social en Chile.
Existe bastante evidencia científica respecto a que las sociedades con mayores niveles de desigualdad ven limitado su crecimiento, ya que no son capaces de aprovechar todas las capacidades latentes de las personas, entre otras razones, porque no potencian adecuadamente el capital humano de su población y porque registran -tal como hoy estamos experimentando- mayores niveles de conflictividad social.
En síntesis, garantizar un conjunto de derechos sociales que conduzcan a construir una sociedad más igualitaria y cohesionada debe constituir hoy el núcleo sustantivo de la agenda para salir de esta crisis.
A muchos podrá espantar una propuesta de esta naturaleza, pero al observar los temas y preocupaciones que mayoritariamente movilizan a los ciudadanos, se confirma que tan importante como preocuparnos por los niveles en que crece nuestra economía, es también la forma y dirección en que lo hace, pues quien no se siente parte de los beneficios de ese crecimiento, difícilmente se va a sentir parte y va a respetar las reglas de una comunidad política.
Hoy, es inevitable que al levantar la vista nos interroguemos por el futuro y allí aparecen debates tan profundos como postergados, de cuyos resultados dependerá la manera en que el país se organice en aspectos claves para sus posibilidades de desarrollo en los próximos 100 años.