Señor Director:
Mi barrio Villa Alegre, hace una docena lustros, aún conservaba su impronta de centro ícono en la comercialización de productos agrícolas provenientes del secano costero; cereales, frutas, verduras y el buen pipeño tinto o blanco Italia en sus pipas de raulí, descargadas con maestría ducha entre gritos de aliento de las carretas que hacían largas filas frente las bodegas de frutos del país en espectáculo único e inolvidable. En los emporios de luz mortecina, los campesinos con la poca plata de su mucho esfuerzo, se provisionaban de todo lo necesario para afrontar duros inviernos de aquel tiempo, incluidos otros suntuarios exhibidos en las vitrinas pretenciosas que miraban de frente a la calle empedrada.
Eran veranos en que el sol pegaba fuerte sobre aquellos ventanales y los comerciantes, en resguardo, mostraban sólo las cajas de los productos anunciados por los rótulos, ahora inexistentes en aquellos envases rellenos con aserrín.
(Bajo la marquesina de aquellos ventanales, los enamorados de primavera aguardaban a la noviecita de verano, aquella que con veinte años y temblando de cariño perfumaba de yuyos y de alfalfa su casa la vereda y el zanjón.)
Recuerdo aquellas cajas vacías rellenas con aserrín, al observar el comportamiento de nuestros honorables parlamentarias y parlamentarios, entre los cuales algunos son lo mismo por dentro que por fuera y ahí están haciendo su show patético y mediático, frenéticos e insolentes venden parches curitas para el cáncer; otros, peor aún, dándose vuelta la chaqueta a pedido del público, y finalmente, los peores, mostrando a sus partidarios, entre los cuales no estoy, que su contenido es harto peor que el anunciado en su ficha comercial.
En fin, es invierno, la lluvia golpea los cristales, me despiertan los versos de Manzi y la voz inconfundible del Rivero, “ya nunca me verás cómo me vieras, recostado en la vidriera esperándote”.
Miguel Gaete de la Fuente