Señor Director:
En aquellos tiempos en que la niñez no era agasajada con tanta regularidad como se hace hoy y cualquier cosa u objetivo común obligaba a buscar formas poco elegantes de financiamiento, se recurría con frecuencia a aquellas colectas solidarias conocidas como “Gran Rifa Anual”, programadas por cursos de escuelas primarias o secundarias -generalmente públicas- que nos permitían aquellas giras de estudio imaginarias que a lo más nos llevaban a Dichato, en una algarabía de risas, huevos cocidos y consabidas canciones, acompañadas por alguna guitarra de amenazada existencia futura.
Para mi salir a ofrecer números de rifa, era una obligación que superaba con creces mis capacidades de vendedor ocasional y timorato, acercarme a alguien fuera conocido o extraño pidiendo “me puede comprar un numerito por favor” y esperar angustiado una repuesta me dejaba tirado en la cuneta, solo en la vía, como Le Pera.
Muchas veces cubrí los costos realizando pequeños servicios en el vecindario a fin de no enfrentar ese calvario de ofrecer grandes premios de a chaucha por cinco pesos.
Ahora de viejo, creo entender el por qué nunca acepté ser candidato a cargo político alguno; mendigar un voto con cara de afecto circunstancial para un juego en que yo sería el premio, me haría dar alma contra hueso.
En fin, hace más de medio siglo, el primer premio para alguno de esos sorteos estudiantiles, por sobre kilos de arroz y litros de aceite, era ni más ni menos que “Un Brazo de Reina”. Siguiendo mi política compré todos los números, excepto el nueve, porque alguien me pidió probar su suerte y fue finalmente el ganador. Demás está decir, estimada y estimado lector, que el apetecido miembro real desapareció en el “recreo largo”, sin que yo supiera jamás de su destino y del suertudo tampoco.
Miguel Gaete de la Fuente