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Bordes centralistas

No hay que perder el tiempo en discutir las culpas de nuestros ancestros, pero el hecho está ahí, innegable: Chile es un país concentrado y, lo que es peor, con una hasta ahora irreversible tendencia a seguir concentrando todo: poder político, población, riqueza, beneficios sociales, oportunidades culturales.

Esto no quiere decir que no haya cierto desarrollo regional, pero su ritmo es incomparablemente menor que la inexorable fuerza centrípeta que nos atrapa. De esta forma, se ha obstaculizado la diversificación de nuestro perfil productivo, vieja endemia de nuestra economía; aumentado la desigualdad social, profundizando la pobreza y haciendo ilusoria una mayor igualdad de oportunidades; se agigantan los efectos de la ineficiencia del Estado y se centraliza y aumenta la conflictividad social y política en Santiago: lo que pasa en el área metropolitana de la capital le pasa a Chile, lo demás son rumores lejanos. Y mención aparte para una consecuencia que merece aclaración adicional: convierte a la regionalización y a su inspiración de sana descentralización, en una mera retórica, porque una supuesta autonomía que no se apoye en un cierto grado de desarrollo de la economía local y financiación propia es ilusoria y sólo cosecha sus propios defectos.

Y esta consecuencia es importante, más allá de que seamos la segunda región más pobre del país, con una matriz económica poco diversificada y dependiente de las exportaciones de materias primas. Porque, en cualquier caso, todo ello se ve facilitado por un vicio estructural subyacente. Un sistema que en su madurez ha consolidado grupos de interés predominantes, y este país asimétrico ha consolidado los suyos y los protege de todo intento de reforma dirigida a quitarle poder al centro y transferirlo a las regiones.

En consecuencia, no debe extrañar la carencia de un modelo consensuado de descentralización a nivel de las cúpulas políticas y menos que uno de los bordes del nuevo proceso constituyente no se corra un milímetro hacia la idea de estado regional u otra forma de empoderamiento que altere el modelo centralista que nos ha regido los últimos 30 años.

El diagnóstico no es nuevo, con mayor o menor brillantez lo han señalado valiosas voces intelectuales y políticas a lo largo de décadas. Los gobiernos también lo dicen y mucho más los gobernantes, sobre todo cuando son candidatos y buscan captar votos, no obstante siempre terminan sucumbiendo a la tentación de ejercer el poder centralizadamente.

Todo conspira contra un proyecto así, mientras las aspiraciones regionalistas vuelven a ser contenidas por un acuerdo gestado entre las instituciones más conservadoras de la política nacional y que no hace sino revelar la dificultad de hacer cambios estructurales y confirma lo señalado hace dos décadas por el investigador Egon Montecinos: “en Chile, la descentralización es una tarea pendiente”.

Todo proyecto político de futuro responsable, como supuestamente es el nuevo proceso constitucional, tiene que plantear este dilema y proponer la respuesta; no hacerlo es autoengaño y mentira, por omisión, al resto de la sociedad.

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