No es primera vez que un estudio sobre la realidad de las comunas de Chile y particularmente aquellas que pertenecen a la ruralidad, nos alerta sobre el atraso y bajo indicadores de desarrollo. Una revisión del pasado reciente nos confirma que lo dijo en 2009 la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), cuando se evaluaba el ingreso de nuestro país, lo repitió en 2013 el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), cuando realizó un estudio sobre desarrollo rural y regional, lo mismo confirmó en 2016 la Asociación de Municipalidades de Chile y lo acaba de volver a plantear la Subsecretaría de Desarrollo Regional (Subdere) en un informe que permite determinar el número máximo de profesionales que puede acogerse a incentivos para trabajar en las localidades más vulnerables del país. En ese reporte, 19 de las 21 comunas de Ñuble se ubican entre las de menor desarrollo del país.
Más allá de situaciones coyunturales y eventuales distorsiones estadísticas en algunos de los informes, lo principal que advierten los expertos que analizan estudios como los citados es que es necesario generar un cambio de mentalidad en relación a las políticas que se están aplicando en el sector rural, ya que actualmente, este ámbito está muy ligado a la pobreza.
Lo anterior es resultado de una errónea creencia de profunda raigambre y larga duración en algunos sectores dotados de influencia y poder económico, que ha descreído de la importancia del mundo rural como uno de los motores de la economía regional. Un enfoque que predominó a lo largo de la segunda mitad del siglo último y que tiene aún una legión de seguidores.
Tal enfoque, no desprovisto de un agregado ideológico, no ha sido capaz de vislumbrar el potencial productivo y de servicios que tienen las comunas agrícolas y se ha ninguneado al mundo rural, a veces directamente, privilegiando inversiones e incentivos al desarrollo de zonas urbanas más densamente pobladas y otras veces de modo indirecto, con organismos burocráticos de conducción y un rol pasivo del Estado ante la necesidad de focalizar recursos y actuar bajo criterios que discriminen positivamente a los territorios más rezagados.
Trabajar para superar esta desigualdad intrarregional debe ser una tarea prioritaria de las autoridades en los diferentes niveles de la administración pública, postulando proyectos de inversión fiscal y generando incentivos para la inversión privada.
Hacer lo contrario representaría una fuerte señal de despreocupación que perpetuará la condición de ciudadanos de segunda clase de los habitantes de las zonas rurales, todo lo contrario a la equidad territorial y al bien común que inspiraron la creación de la nueva Región.