Cotidianamente nos abruman las noticias referidas a casos de violencia adolescente y juvenil, ya sea en los colegios, las calles o en diversos lugares de diversión. Los episodios que se registran revelan una elevada agresividad, y plantean fundadas interrogantes acerca de las causas que los originan y, por otra, la necesidad de encontrar respuestas positivas para un mal que daña a todos, menores y mayores.
Si se considera el problema con amplitud en el tiempo y en el espacio mundial, se advierte que la violencia es tan antigua como la sociedad humana, según se lo ha señalado a menudo. Sin embargo, esa afirmación conformista no satisface, por cuanto es lógico esperar un constante avance constructivo en las formas de la conducta, en vez del triste retroceso que hoy se observa.
Si se delimita entonces la cuestión, tal como se da en la hora actual, se trataría de examinar primero las variables de mayor incidencia en la promoción de los comportamientos violentos. En ese sentido, se ha dicho con razón que un factor determinante es la creciente falta de autoridad que se ha venido produciendo en el sistema educacional.
Indiscutiblemente, las aulas no son como hace 30 años, donde el maestro dirigía con mano de hierro la clase sin que se socavase su autoridad. Ahora el profesor intenta aplicar una educación más asertiva, pero en ese afán hace tiempo que la relación entre docentes y alumnos se ha ido planteando de manera simétrica, en muchos casos como si fueran compañeros que se tratan de igual a igual. Además, antiguas reglas de la enseñanza han recibido una suerte de embate ideológico que lleva a estimar la disciplina como un modo de represión y las sanciones como un producto del autoritarismo, con lo cual no sólo se deforma el significado de las palabras y los criterios de acción, sino que también se crean condiciones para un estado de confusión, sin valores y anárquico.
Desde el gremio docente coinciden con los expertos en que la autoridad del profesorado se ha visto deteriorada y advierten que el problema se ha traducido en un fuerte incremento de las licencias médicas de profesores y profesoras por ansiedad o depresión.
Igualmente, advierten que esta pérdida de autoridad por parte del profesorado les dificulta poder dedicarse a lo suyo, que es impartir conocimiento, tarea hoy sumamente compleja debido a que entre sus destinatarios hay una menor curiosidad y una menor atención incluso en los alumnos y alumnas que no tienen problemas académicos, además de una evidente mayor agresividad en las aulas.
Consecuentemente, ante este serio problema surge una lógica demanda de soluciones. Desde luego, las respuestas no son simples ni de logro inmediato, pero lo primero, aunque suene paradójico, es advertir que habría que fortalecer el rol que se ha debilitado, es decir, la autoridad del docente. A esto debe agregarse que límites y sanciones deben ser correctamente entendidos y aplicados, puesto que la convivencia escolar y social no son relaciones liberadas de normas. En ambos planos hay reglas básicas por cumplir, como las que se refieren al respeto, las buenas formas del trato, la veracidad y el cumplimiento de la palabra.
La reconstrucción de esta autoridad requiere el reconocimiento de los derechos y obligaciones de todas y todos los actores, pero sin renunciar a un aspecto clave del proceso de enseñanza-aprendizaje: la conducción es el rol del profesor (a).