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Una de los mayores problemas de la política chilena es una falsa antinomia entre las visiones de futuro y políticas públicas de largo plazo y las consideraciones prácticas de la política electoral, que en las últimas décadas ha pasado por encima de derechos sociales y contradicho programas políticos de las tres coaliciones que nos han gobernado los últimos treinta años.
Para gran parte de nuestros representantes es un debate ingenuo, que desconoce las complicaciones naturalmente asociadas a la lucha por el poder. Y la verdad es que a veces puede serlo, pero ello no justifica que la política chilena siga anclada a un esquema maniqueo y simplista de lo bueno y lo malo, que explota cuanto pueda meter en su relato binario.
En su libro “El poliedro del liderazgo”, Bridges y Mitchell abordan esta conexión entre proyecto y acción, y lo hacen citando una inscripción hallada en una iglesia de Sussex (Inglaterra) que data de 1730 y que resumidamente dice: “Una visión sin acción es un sueño. Una acción sin visión es penosa. Una visión asociada a la acción es la esperanza del mundo”.
Ha sido ya probado hasta el cansancio que no basta con que un candidato o candidata sea popular para resultar realmente útil para el bienestar de la mayoría. Algo que no puede estar ausente en una reflexión sobre el liderazgo político es la virtud de la dedicación, según los intereses de la mayoría y no de unos pocos.
Pensando en la realidad de nuestra región y en quienes fueron electas y electos el pasado 27 de octubre, debiéramos esperar un fuerte compromiso con la equidad territorial, con la planeación estratégica, sin descuidar las urgencias del presente y con una visión de desarrollo sustentable que resguarde el bienestar social y medioambiental.
También deberíamos aspirar a autoridades que confíen en sus ciudadanos, que fomenten la participación vinculante en los asuntos públicos, que incorporen el conocimiento y el saber, y no caigan en la tentación de las agendas cortoplacistas de los ciclos político-electorales, la discriminación por militancia y el clientelismo, entre otros vicios latentes que se acentúan en un año de elecciones, como será 2025.
Pero lo anterior no se logra por generación espontánea. La experiencia también nos ha enseñado que no es fácil hallar políticos que no estén pensando en la próxima elección, sino solamente dispuestos a trabajar en pos del bien común.
Así, el liderazgo de un representante electo se legitima no solo por los votos que obtuvo, sino por respetar la legalidad, por ser siempre honesto, justo y razonable. Y esta legitimización se gana día tras día, no por hechos aislados, ni más o menos apariciones en la prensa.
Tratar de basar y asentar la idea de la gestión pública sobre el concepto de la virtud de las personas puede sonar ingenuo. Probablemente en algún momento de la historia alguna sociedad lo logre, pero nunca de manera definitiva, pues siempre se encontrará amenazado por ambiciones personales e intereses de grupos.
Pero para aquellos que tendrán el privilegio de gobernar a nuestra región y a sus 21 comunas, no intentarlo cada día sería renunciar a la posibilidad de hacer de la gestión pública algo superior. Esa vocación por el bien común es “el atributo” que debemos buscar y observar con atención en las futuras autoridades regionales y municipales.