Al comparar el desarrollo agrícola de los tres territorios de la Región de Ñuble es posible constatar el mayor crecimiento
alcanzado por las comunas de las provincias de Diguillín y Punilla, donde se combinan los cultivos tradicionales y los frutícolas
de exportación. En el caso de la primera, además, ha sido clave la inversión en infraestructura de riego por parte del Estado y de los privados, a partir del canal Laja-Diguillín.
Sin embargo, en el valle del Itata, caracterizado por cultivos de secano, como las viñas y extensas plantaciones forestales, el desarrollo agrícola parece no haber llegado, a lo que contribuye la gran atomización de la propiedad, la escasa inversión en riego y el déficit de
infraestructura productiva y de transporte.
A la mala calidad de las rutas usadas para transportar la producción agrícola y forestal, se suma la baja proporción de caminos pavimentados (apenas un 17%), lo que en la práctica incide en los costos de flete, en los tiempos de viaje y determina en gran medida quiénes pueden optar a vender a un mejor precio su producción.
El ejemplo clásico de la fruta dañada desde el predio hasta el packing, tanto por los golpes en el camino de ripio como por el largo viaje, permite entender la necesidad de focalizar la inversión de vialidad en sectores con un potencial agrícola y turístico no
explotado.
Desde una perspectiva de mercado, los precios no han sido favorables para los pequeños agricultores, que transan sus productos en un radio cercano y no cuentan con los volúmenes de producción ni los canales de comercialización apropiados. Las excepciones a esta generalidad son precisamente aquellos que han apostado por cultivos de altos retornos, que han invertido en riego tecnificado. Asimismo, quienes han avanzado en la cadena de valor, como los vinos embotellados, conservas, congelados y deshidratados, han logrado escapar del círculo vicioso de la pobreza del valle del Itata.
Es por lo mismo que en el programa Zona de Rezago, que en el gobierno de Piñera cambió de nombre a Zona de Oportunidades, se cifraron muchas expectativas, quizás demasiadas y hoy, a seis años de su implementación, los resultados son discretos, por la debilidad de su presupuesto y la manipulación política de la que fue objeto.
En todo caso, modernizar la agricultura del Valle del Itata es un desafío que supera a una política pública especial, más bien se trata de un proceso que supone un fuerte cambio cultural, que probablemente será protagonizado y aprovechado por la próxima generación.
Solo una mirada de largo plazo y la continuidad de los esfuerzos, independiente del ciclo político, permitirán consolidar avances en materia de infraestructura de riego y vialidad, en tecnología, en capital humano y en agregación de valor a la producción, apostando por cultivos más rentables y competitivos que transformen la zona rezagada en un nuevo polo de desarrollo de la Región de Ñuble.